Otra noche en el
que el sueño había ido y venido, como un
oleaje. Cada vez que abría los ojos la misma idea se le venía, sí, a sus ojos,
porque lo veía en la oscuridad como un anuncio
de neón: mi padre ha muerto. Tenía que ser un pensamiento porque las palabras
se quedaban atascadas en la garganta. Más de tres meses hacía y todavía no
quería, no podía decir sin sujetar las mandíbulas que su padre ya no estaba,
que ya no estaría nunca más.
Bien sabe Dios
que los últimos días antes del fallecimiento había pedido, había rogado que
sucediera. Ella era valiente, ella era muy fuerte, todos lo decían, por lo que
tenía que ser cierto, aunque se sentía a veces como una muñeca con piernas de
trapo que no se caía al suelo por su fuerza de voluntad.
Fuera todavía
era de noche, aunque un filo dorado en el horizonte señalaba el día recién
nacido. El relente del amanecer o el triste recuerdo hizo que su cuerpo desnudo
temblara y se dirigió al cuarto de baño, ansiosa de una ducha caliente.
Recogió su
melena hábilmente con una pinza. Se miró al espejo. Bajo los ojos se perfilaban
unas bolsitas que a veces la hacían pensar que estaban llenas de lágrimas no
lloradas.
Porque
realmente, no había apenas llorado. Solamente el día del velatorio. Claro, allí
era imposible no llorar. El que más o el que menos soltaba una lágrima, dos o
un llanto a raudales. Y cada vez que la abrazaban, ese cariño se anudaba a su
garganta y no tenía más remedio que dar rienda suelta a su pena. Después, sus
ojos se habían quedado secos.
Pero las
palabras grabadas a fuego en su mente, esas, aparecían todas las noches, para
recordarla que era cierto. Su padre había muerto. Su guía, su mentor, su amigo
ya no la aconsejaría, la abrazaría o mantendría con ella discusiones
bizantinas, que acababan con un ¡hija, que cabezona eres!
Abrió la ducha.
El agua estaba fría. Dejó que corriera y
cuando cogió la temperatura se metió debajo. La gustaba estar unos minutos,
dejando que el agua cayera por su cuerpo, por sus brazos, por sus piernas. El
calor traspasaba su piel y llegaba hasta sus mismos huesos. Cerró los ojos…. Y
las palabras volvieron a su mente.
De pronto
escuchó como un gemido casi animal, que tardó en percibir que salía de su
interior. Un dolor profundo, intenso, nacía de dentro de ella, pero no era
físico, no era orgánico. Por primera vez, sin saber por qué, allí, bajo el
agua, reconoció que estaba huérfana.
Se fue agachando
hasta quedar echa un ovillo en el suelo de la ducha, con los ojos cerrados. Y
entonces las lágrimas empezaron a brotar a raudales, confundidas con el agua
que bañaba su cara. Lloró y lloró y lloró deseando que esas lágrimas liberadas
se llevaran su pena por el sumidero, lejos, hasta el mar, y que allí se
mezclaran con las cenizas de su padre.
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