martes, 27 de agosto de 2019

RELATOS DE VERANO Y MAR IV: la gota fría


El mar vomitaba algas, enardecido por el viento que bramaba como si el mismísimo Kraken se hubiera despertado. Las palmareras se doblaban, besando casi el suelo con sus ramas y la lluvia anegaba las calles.

Lo que veinticuatro horas antes era un pueblo lleno de actividad, bañistas y color, se había convertido en un escenario apagado bajo un toldo gris. Los pasos de los viandantes habían sido sustituidos por regueros de agua que buscaban su salida natural al mar.

Los oriundos, o aquellos que ya habían vivido esa experiencia, sabían que era una gota fría, fruto de un verano caluroso y de un posterior embolsamiento de aire gélido. Bastaba con un poco de paciencia y pertecharse con lectura u otros entretenimientos, para pasar el día o día y medio que solía durar.

Tras los cristales del ventanal ella miraba las gotas que rompían contra el suelo de la terraza y las hojas del palmito. Sin darse cuenta, las lágrimas comenzaron a aflorar por sus mejillas. Se sentía tan fría como es gota que campaba sobre sus cabezas. El verano tocaba a su fin y para ella era como si traspasara la frontera de otro año, con la incertidumbre de si en el proximo podría caminar sobre la arena y perderse en el horizonte de ese mar tan querido.

No quería pensar en negativo, ni caer en la trampa del tiempo, porque ella no era así. Pero en ocasiones no estaba de más dejarse llevar un poco, como los granos de la playa, sin conocer el destino. La añoranza mostraba su nariz y la obligaba a echar de menos aquello y a aquellos que nunca volverían.

En unos días regresaría a la rutina diaria, al reloj ya con manillas, a la toma de decisiones... Esa era su vida, y así la había elegido, o tal vez, había sido elegida por ella, pues en momentos no entendía que hacía en ciertos lugares y con ciertas personas.

Se secó la lágrimas. Seguía lloviendo, aunque sobre los tejados, al fondo, una ténue línea de luz presagiaba que la tormenta no duraría mucho más. Tampoco en su interior, pues la vida le había enseñado que no era bueno detenerse más de unos minutos en conmiseraciones. 

Salió el sol, y su cara se iluminó con una sonrisa. La naturaleza volvía a firmar un pacto transitorio, y pronto la playa florecería con sombrillas, y las calles se inundarían de nuevo de pasos recorriendo los últimos día de este verano, con la esperanza puesta en el que llegaría, sin duda, pasado un año.

Pasara lo que pasara, lo afrontaría...


martes, 20 de agosto de 2019

RELATOS DE VERANO Y MAR III: El mosquito

El calor era agobiante.  Una de esas noches que se denominan tropicales, aunque la distancia con cualquiera de los dos Trópicos, el de Cáncer o el de Capricornio, fuera apreciable. 

El zumbido del ventilador se confundía con un sonido similar, pero más peligroso: el de un  mosquito  que rondaba a su alrededor en la seguridad de encontrar el momento de picarle.

Ni la batalla de San Jorge contra el dragón había sido tan reñida como la que él libraba con semejante díptero: lociones, pulseras, enchufes... Hasta el tradicional aerosol que inundaba la habitación de un aroma dulzón, empalagoso y tóxico. Pero nada: cada mañana descubría una o dos picaduras que picaban, valga la redundancia, como la madre que las parió.

Aunque mal de muchos, consuelo de tontos, sentía cierto alivio al contemplar en a playa como otros veraneantes lucian con igual desazón los abones a lo largo y ancho de las zonas descubierta de sus cuerpos, e incluso los granos eran tema de conversación en las tertulias bajo la sombrilla.

Pero esa noche, unido al insoportable calor que marcaba los 27 grados (sensación térmica de 30) a las tres de la mañana el termómetro del móvil, la perspectiva de una picadura más le exacerbó de tal manera que encendió la luz y se dispuso a dar la batalla una vez más.

Le vió sobre el blanco de la pared. Cogió una de las chanclas que estaban al pie de la cama y muy despacio, muy despacio se acercó a él... Levantó la zapatilla y...

- Por favor, no me mates...

Una vocecilla rompió el silencio de la noche. El brazo se detuvo a mitad de camino y él se quedó desconcertado, porque no veía quién le había hablado...

- No me mates, por favor... No puedo evitar picarte, necesito tu sangre...

No podía ser, la vocecilla, casi un susurro,  provenía, o así parecía del mosquito que estaba en la pared...

- ¿Eres tú, mosquito? ¿Me estás hablando a mí?- pensó que el calor le producía alucinanciones. ¡Cómo podía ser que estuviera hablando con un mosquito!

- Sí, sí... Pero siento contradecirte: soy una mosquita, y necesito picarte porque la proteína de tu sangre me sirve para producir los huevos y continuar la especie...

¡Flipa! Esto era lo más de lo más... Una mosquita que le pedía compasión... No pudo evitar que algo parecido a ese sentimiento naciera en él. Al fin y al cabo todos somos seres vivos y cumplimos una misión en el planeta. Como persona concienciada con el ecologismo sabía que la especie humana era mucho más destructora de alguna manera... La mosquita lo único que quería era seguir lo que su ADN ancestral le indicaba.

La zapatilla llegó a su destino de manera brusca, y en la pared quedó solamente una mancha en lo que antes fue la mosquita.

- Lo siento, pero nuestras especies están en guerra- dijo en voz alta mirando la pared y el espachurramiento-. Y casi siempre termináis venciendo y dejáis la muestra de vuestro triunfo en forma de picores y abones. Esta vez he ganado yo.

Se metió en la cama y apagó la luz. Cuando contara su aventura nocturna obviaría el que había hablado con una mosquita. Al fin y al cabo lo heroíco era haberla matado con una zapatilla, como siempre se había hecho...




lunes, 12 de agosto de 2019

RELATOS DE VERANO Y MAR II : La cueva de Simón "El tuerto"

Seguro, o casi seguro, que en todos los pueblecitos costeros existen cuevas, y  seguro, o casi seguro, que alguna de ellas ha sido refugio de piratas. Así ocurría en el que yo pasé los veranos de mi infancia.

En este caso, la cueva de los corsarios se encontraba al final de la playa, y había que acceder ascendiendo un pequeño acantilado. Una vez arriba la entrada era  bastante estrecha, tanto que a no ser un niño o una persona enjuta, pocos podrían entrar por él.

Lo curioso es que, una vez dentro, la gruta se ensanchaba para convertirse en una sala de unos 15 metros cuadrados. Allí, contaban los más viejos del lugar, había escondido su tesoro el corsario Simón "El tuerto", allá por el siglo XVI, tesoro que había robado a  Sir Francis Drake, que era como haberlo hecho a la mismísima reina Isabel I de Inglaterra.

Mis amigos y yo, quizá llevados por el contagio de los libros de los Siete Secretos o de Los cinco (*) decidimos convertirnos en arrojados detectives, y buscar hasta encontrar el tesoro del pirata. Para ello trazamos un plan elaborado en el que se incluían herramientas y bocadillos, algo más de lo segundo que de lo primero, dado nuestro inacabable apetito preadolescente. 

La pandilla la formábamos seis miembros, ni los siete secretos ni los cinco. Un grupo que hoy denominaríamos igualitario, ya que éramos tres chicas y tres chicos.  Baste decir que, como suele pasar, yo estaba prendado (qué palabra tan cursi) de una de las chicas. Se llamaba Laura, y era, para mis ojos, lo más parecido a una diosa, si las diosas tuvieran flequillo y la piel morena como el caramelo. Esa apreciación tan poco adecuada para mi edad provenía de mi absoluta predilección por las lecturas sobre mitología griega... Pero eso es otra historia. Además de Laura, el grupo lo formábamos Isa, Loles, Arturo, Felipe y yo, Dani.

Bueno, pues ese día, que amaneció un tanto nublado y ventoso era el que, según nuestra imaginación infantil, iba a convertirse en el día del descubrimiento del tesoro. Entramos uno por uno en la cueva y empezamos a investigar cualquier recoveco, pequeña grieta o indicio que nos llevara a pensar que  que alguien hubiera enterrado algo. Las horas se nos fueron pasando y solo el vacío de nuestros estómagos nos hizo detener nuestra búsqueda.  Nos sentamos en el suelo rocoso y comenzamos a dar cuenta de la pitanza que nuestras madres nos habían preparado. Finalizados los bocadillos, Laura sacó varias naranjas, que repartió entre todos. Felipe, mi mejor amigo del verano, se puso a intentar a hacer malabares, pero con tan poco acierto que la naranja cayó al suelo y se fue rodando hasta desaparecer por un hueco que habían dejado un montón de piedras, fruto, seguramente, de un desprendimiento sucedido no ha mucho.

Nunca supe que animó a Laura a levantarse y empezar a quitar piedras, pero yo, como impulsado por un resorte, la seguí. Al cabo de un rato eramos los seis los que con grandes esfuerzos logramos ensanchar el agujero, tanto como para que cupiéramos por él. Fuimos pasando uno, por uno. Yo me quedé el último. Cuando salí al otro lado me llevé la sorpresa de mi vida. En el centro de otra cueva, esta un poco más pequeña que la anterior, había una gran caja de madera. ¡El tesoro, el tesoro! Comenzamos todos a gritar...  ¡Habíamos encontrado el tesoro de Simón "El tuerto"! Laura, quizá presa de la emoción del descubrimiento, me estampó un beso en la mejilla.

Pero nuestra alegría duró poco. Solo hasta que nos dimos cuenta de que la caja llevaba el sello de la Casa de la Moneda. Loles, que tenía la memoria de un ordenador y le encantaba ver las noticias en la tele , recordó que hacía dos meses había habido un robo de billetes en la fábrica de moneda en un traslado al Banco Nacional. Por los precintos que llevaba, todo indicaba que era esa.

Salimos rápidamente al exterior y corrimos a casa de Isa, que era la que estaba más cerca de la cueva. Una vez que dimos la voz de alarma, su padre llamó a la Guardia civil, que llevó a cabo el rescate del dinero, varios millones de euros.

Durante un tiempo la fama convivió con nosotros, hasta que poco a poco todo volvió a su cauce. Aunque recuerdo la emoción de aquel momento, no se me ha olvidado, sobre todo, la sensación del primer beso de Laura.

Han pasado los años, y otros veranos. La cueva mantiene el secreto del tesoro del "El tuerto". Los niños siguen, con la misma ilusión de entonces, su búsqueda. Entre ellos los míos, Laura y Daniel, tan aventureros como yo y tan guapos como su madre, que al cabo de los años me sigue pareciendo una diosa, si las diosas llevaran flequillo y tuvieran la piel como el caramelo.




domingo, 4 de agosto de 2019

RELATOS DE VERANO Y MAR I: La sirena

Las costumbres se hacen leyes, y en su caso eso era verdad. Lo que comenzó como una manera de matar el tiempo, había terminado  por convertirse en un hábito. Siempre el mismo recorrido, desde el pueblo al espigón. Allí se sentaba en la escalinata del pequeño faro y durante unos minutos contemplaba la puesta de sol. Todos los días lo mismo, con una exactitud matemática, después de la visita al hospital.

Pero ese día se presentó una variable con la que no contaba. Las escalinatas del faro estaban ocupadas. Un hombre de edad, unos setenta años, se encontraba sentado en ellas, fumando una pipa.  Ella sintió como se alguien le hubiera usurpado su sitio, aunque eso era absurdo, ya que el lugar era público. 

Dió las "buenas tardes", que fueron contestadas con un movimiento de cabeza por parte del hombre. Discretamente, ella se sentó en la esquina opuesta y dejó que su mirada se perdiera en el horizonte...

- ¿Usted también viene a ver  a la sirena?

La voz del hombre la sacó bruscamente de su ensimismamiento. 

- Disculpe, no le he escuchaba... ¿Me decía?
- Que si usted también viene a ver a la sirena.

Ella miró al hombre sin disimular su asombro. Se percató de que iba vestido como un "lobo de mar", incluída una gorra de marinero que había tenido años mejores. Dudó, antes de responderle.

- No, no...Simplemente estoy dando un paseo.
- ¡Ah, ya! Pensé, por el gesto de pena de su rostro, que había llegado hasta aquí para ver a la sirena y pedirle un deseo.

Cada vez ella comprendía menos, aunque era cierto que tenía un hondo pesar.  Seguro que su cara lo traslucía. No obstante no pudo menos que sonreír.

- ¿Una sirena? Pensé que no existían...

El hombre dio una larga chupada a la pipa que tenía en la mano, y después de lanzar una voluta de humo se volvió hacia ella.

- Señora, todo en lo que uno cree, existe. Era yo un grumete cuando me caí de la cubierta del barco en el que faenábamos. Había una niebla que se cortaba con una navaja, y aunque gritaron "hombre al agua", tardaban en encontrarme. La mar estaba helada y yo no llevaba chaleco salvavidas. Lo peor es que, y le parecerá mentira en un marino, no sabía nadar muy bien. Pensé que estaba listo para ser pasto de los peces, y me deje flotar, aunque deseaba con todas mis fuerzas no morir. Pensé en mi madre, pensé en mi novia, en la vida que todavía me quedaba por delante... De repente sentí como si alguien o algo me sujetara, y así me aguantó hasta que las luces del pesquero me iluminaron. Entonces me giré y pude ver unos ojos enormes, sin blanco alrededor de las pupilas, que dominaban un rostro casi humano, de un bello color plateado.  Cuando ya me izaban vislumbré la cola de la sirena que se sumergía. Pensará usted que estoy loco, pero así fue. Desde entonces, cuando he tenido algún grave problema ha venido a mi socorro, acercándose a este espigón. Por eso, al contemplar su tristeza, pensé que venía a buscarla.

"Pobre, hombre - pensó ella-, está como una cabra". Era cierto que se encontraba triste, muy triste. Más que triste, perdida. Ya habían transcurrido dos meses desde el accidente y no había habido cambios. Él seguía en coma. Pero lo que menos necesitaba era que alguien le contara cuentos de sirenas y de imposibles.

- Si tiene esperanza, señora, puede que venga y se lo conceda...  Solo tiene que abrir su corazón- La voz del marinero volvió a interrumpir su pensamiento

Empezaba a irritarla tanta insistencia.  Se levantó para marcharse pero una visión la detuvo. No, no podía ser verdad. A pesar de la distancia creyó ver la cabeza de una mujer que la saludaba con la mano desde el agua.

- Ahí la tiene, señora... Pida ahora su deseo. 

Era una alucinanción, no podía ser de otra manera. "Las sirenas no existen", se dijo, aunque ya no estaba tan segura. Su mente racional se lo gritaba, pero necesitaba tanto tener esperanza que cerró los ojos y pidió lo que más anhelaba.  Cuando los abrió se dió cuenta de que no quedaba ni rastro del pescador, tan solo un ligero aroma a tabaco de pipa.

Tras unos segundos, el sonido del móvil rompió su estupefacción. Con manos temborosa lo extrajo de bolso y contestó. Entonces escuchó las palabras que tanto había soñado: "está consciente"...

El sol llegaba a su ocaso y recortada al contraluz vió un cola plateada que en segundos se perdió entre las olas.