No se acordaba como había llegado a sus manos. Era un cuaderno negro, de rayas, como esas que utilizaba de pequeña para hacer las planillas de caligrafía. Tenía las tapas duras, de cartón grueso, forradas de lo que parecía piel, pero que seguro era plástico. Se sujetaban con una banda elástica que le daba cierta originalidad.
Un día, de esos que a veces tenía, en los que le asaltaban unos ciertos nubarrones, empezó a escribir en él, pensamientos, reflexiones, o simplemente sucesos que acontecían. No era un diario, no. Ella no era muy amiga de diarios, porque además, en su opinión,exigían una cierta rutina, algo de lo que siempre huía.
Poco a poco las páginas se fueron llenando de sentimientos, sensaciones, que escribía a mano, después de tanto tiempo en que ya solo parecían existir las teclas del ordenador.
Ese día abrió el cuaderno. Estaba anocheciendo, y los árboles que veía desde la ventana formaban un bonito contraluz. Una ligera brisa acariciaba su rostro. Estaba tranquila.
Cogió el cuaderno negro y un lápiz y empezó a escribir. Y también a borrar. Las palabras fluían, y mientras unas permanecían, otras eran eliminadas por no ser capaces de transmitir lo que su mente quería.
Miró el reloj. Para su sorpresa habían pasado dos horas.
Observó el resultado:
Recojo de la comisura,
con mi lengua,
la última lágrima vertida,
que se funde en la saliva
infecunda de palabras.
Se agota el día.
Y entre los dos se erige
el muro inexpugnable
de la soledad de tus silencios,
de mis preguntas flotando por el aire.
Respiró profundamente, cerró el cuaderno con su goma, y lo colocó en la estantería con una ceremonia casi religiosa. Lo merecía. Al fin y al cabo, era el depositario de sus secretos, el relicario de su alma.
Sed felices.
Un día, de esos que a veces tenía, en los que le asaltaban unos ciertos nubarrones, empezó a escribir en él, pensamientos, reflexiones, o simplemente sucesos que acontecían. No era un diario, no. Ella no era muy amiga de diarios, porque además, en su opinión,exigían una cierta rutina, algo de lo que siempre huía.
Poco a poco las páginas se fueron llenando de sentimientos, sensaciones, que escribía a mano, después de tanto tiempo en que ya solo parecían existir las teclas del ordenador.
Ese día abrió el cuaderno. Estaba anocheciendo, y los árboles que veía desde la ventana formaban un bonito contraluz. Una ligera brisa acariciaba su rostro. Estaba tranquila.
Cogió el cuaderno negro y un lápiz y empezó a escribir. Y también a borrar. Las palabras fluían, y mientras unas permanecían, otras eran eliminadas por no ser capaces de transmitir lo que su mente quería.
Miró el reloj. Para su sorpresa habían pasado dos horas.
Observó el resultado:
Recojo de la comisura,
con mi lengua,
la última lágrima vertida,
que se funde en la saliva
infecunda de palabras.
Se agota el día.
Y entre los dos se erige
el muro inexpugnable
de la soledad de tus silencios,
de mis preguntas flotando por el aire.
Respiró profundamente, cerró el cuaderno con su goma, y lo colocó en la estantería con una ceremonia casi religiosa. Lo merecía. Al fin y al cabo, era el depositario de sus secretos, el relicario de su alma.
Sed felices.
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