domingo, 25 de febrero de 2018

Es lunes... ¿Y qué?

El domingo va llegando a su fin y me siento frente a la pantalla del ordenador para escribir una nueva entrada de mi blog en ese tránsito ya hacia el día de la luna.

La semana, como viene siendo habitual, se presenta llena de actividades, aunque parece que el torrente con que comenzó 2018 empieza a encauzarse. Y no es que me queje, hacerlo sería injusto, sino que hay momentos en los que me siento algo desbordada, como si todos aquellos objetivos, por los que tanto llevo peleando, estos últimos años se hubieran puesto de acuerdo para hacerse realidad.

De hecho,  veo que se van afianzando proyectos laborales y que mi carrera literaria también va madurando, y todo ello es digno de alegría. Pero, paradójicamente, a veces uno está al borde de morir de éxito, y eso es lo que hay que evitar. Nunca se debería llevar a cabo nada que nos pueda superar convirtiendo la satisfacción en una pesadilla que nos llena de angustia. El trabajo es trabajo, sin duda, pero en él también tenemos que encontrar la satisfacción y nunca una carga.

Solo una vez en mi vida no he sido feliz trabajando y lo dejé. Sí, renuncié a un buen sueldo, a un cargo de cierto prestigio en la administración porque era infeliz. Hubo gente que no lo entendió. La explicación era simple: yo no quería que llegara el domingo y la angustia del lunes se instalara en mi estómago una semana y otra, con el único horizonte del viernes para relajarme, para luego volver a empezar. Por eso renuncié.

Siempre he dicho que soy gata callejera acostumbrada a vagar libre. Me cuesta mucho amoldarme a horarios, a jefes y, sobre todo, a la rutina. A pesar de eso nunca me ha faltado trabajo. En cambio he de aceptar el hecho de que nunca sé lo que voy a ganar un mes, ni tengo una nómina, renunciando a lo que muchos llaman la "seguridad" por la satisfacción personal.

En fín, que mañana amanecerá para mí con la misma ilusión que cualquier otro día. Qué importa que sea lunes si vivimos con la alegría de una día de fiesta.

¡Sed felices!





domingo, 18 de febrero de 2018

Trapecista sin red

Hay días, como hoy, que no surge la inspiración, que no vienen las ideas (no es la primera vez ni, supongo, será la última), a pesar de que no quiero faltar a mi cita dominical con vosotros, mis queridos lectores. Aunque es una sensación, esta de no encontrar la tecla para poderos ofreceros un entrada amena, que diga algo interesante, algo fustrante, lo voy a intentar, y si no tengo éxito, supongo que me podréis excusar.

Y no es porque no tenga nada que contar, sino, quizá, por todo lo contrario. Desde primero de año, como una de esas avalanchas que ahora se deslizan con el deshielo, todos los proyectos que de una manera u otra he ido pergeñando se han ido abriendo paso, poniendo a prueba mi capacidad de trabajo, que ha sido siempre bastante amplia, pero que ahora corre riesgo de verse desbordada.

La verdad, y lo tengo que reconocer, a veces siento un poco de vértigo. He dicho en muchas ocasiones, y hasta tengo un poema sobre ello, que me siento como una trapecista a la que se la pide una y otra vez el triple salto sin red.

No reniego de lo que soy y de adónde he llegado, en absoluto. Me siento orgullosa, aunque con toda la humildad que debo a mis errores, de haber conseguido en mi vida casi todos los objetivos que me he propuesto, por mí misma, y sin aprovecharme de causas ajenas. También agradezco, como no podía ser menos, todas las manos tendidas, las miradas agradecidas, los aplausos a mi labor. Y lo hago, igualmente, desde la humildad.

Pero en ocasiones, como la de hoy, cuando no encuentro esa inspiración a veces tan esquiva, cuando los días pesan, tengo la tentación de refugiarme no sé en dónde, buscar un rincón en el que pueda pisar tierra firme, sin preocuparme por tener que subir una vez y otra a ese trapecio desde donde volar, y desde donde, también, alguno espera que falle y me estrelle contra el suelo.


Sed felices.

domingo, 11 de febrero de 2018

Desastre (Relato)

Todo vaticinaba que se avecinaba el desastre.
No hizo falta que se iluminará  el firmamento, ni que la tierra se abriera: bastó con permitir el goteo constante de una desilusión tras otra .
Ahora ya era inevitable. La gran bola se había echado a rodar y solamente la podía parar el estrellarse contra la realidad.
Porque, ¿qué podía hacer cuando la vida se había convertido en una prisión? Todo intento de liberarse se daba de bruces un día trás otro contra el arrepentimiento pasajero y la promesa de que todo habría de cambiar, para no cambiar nunca.
Se sentía una mosca entre dos contraventanas que peleaba por buscar una salida inexistente, una salida que hacía ya tiempo había sido tapiada con los ladrillos de la incomprensión.
Ni siquiera las lágrimas derramadas conseguían que el seco y endurecido suelo de su relación se hablandara un poquito para poder plantar en él alguna esperanza que revocara el destino insalvable.
Todo era tan triste, tan vacío. Las palabras de amor ya sólo eran ecos que resonaban en su memoría cada vez más lejos.
La habían derrotado. Sabía que nada ya quedaba en pie de aquello que un día construyó pensando que sería, con el tiempo, su refugio: nada ni nadie.
Miró al cielo, que se iba cubriendo de nubes tan grises como sus pensamientos. Solo un atisbo de sol se rompía contra el muro de la casa vecina, intentando caldear un ambiente que se iba enfriando como prólogo de la noche.
Sus ojos se humedecieron. Un largo y profundo suspiro surgió de su pecho.
Todo era soledad.


domingo, 4 de febrero de 2018

Invierno

Lo bueno de hacerse mayor, entre otras cosas, es la aceptación de lo irremediable. Con el tiempo aprendes a que no se pueden pedir peras al olmo (bueno, a no ser que sea uno de esos transgénicos), y que lo que ha de ser será.
Pero no quiero confundiros, mis queridos lectores. Nada tiene que ver esta postura vital con la resignación, sino, más bien, con ese concepto tan en boga de la resilencia. Porque antes de que la psicología acuñara este vocablo (tomado literalmente de la ingeniería de resistencia de materiales), nuestros abuelos nos decían que al mal tiempo buena cara.

Encuentro en estos días invernales como en el de hoy, paradójicamente, calidez. Ahora que estoy escribiendo esta entrada para vosotros las gotas de lluvia se están convirtiendo en pequeños copos de nieve, que curiosamente me confortan.

Siempre he dicho que soy una mujer de invierno y de otoño, a pesar de haber nacido en verano. Y no es que no me gusten los días luminosos, las noches cálidas, pero es cuando el sol no aprieta tanto, cuando buscamos ese calor en el hogar, cuando me siento más yo.
Es cierto que mi vida es amable, que tengo una familia y un techo con el que cubrirme, que no es lo mismo que cuando la intemperie son tus cuatro paredes. Por eso me siento feliz y agradezco a la vida que, a la vez que me va sumando años, me va dejando apreciar y aceptar aquello lo que ha de ser así: es invierno y hace frío.

Y llueve, está lloviendo . Cae ese agua tan necesaria para la vida, ese agua de la que provenimos y que nos conforma; ese agua que apaga nuestra sed y hace brotar vida; ese agua por la que hace un instante clamábamos temerosos de que no volviera...

Todavía habrá quien diga que hoy hace mal tiempo.


Sed felices.