El frío de la calle se metía entre los pocos resquicios que la ropa de abrigo permitía. Su pequeña mano derecha, calzada con un guante de lana, se aferraba a la de su padre, con cierto temor de perderla en el trasiego del gentío, que se cruzaba con ella. Con la otra mano palpaba un pequeño monedero en el que estaban a buen recaudo sus ahorros.
Por fin llegaron. La puerta del local era de madera, un tanto retranqueda, de tal manera que permitía no solo los dos escaparates al uso, sino otros dos más pequeños, en los que se exhibían, brillantes bajo las luces, toda clase de libros, aunque abundando más los de relatos.
Se detuvieron un momento, para localizar el que era objeto de su visita. A ella, por ser pequeña, le costaba abarcar todo el contenido, pero habían sido tantas las veces que, camino del colegio, se había detenido para mirarlo, que no le costó más que un segundo localizarlo. Allí estaba, con la sobrecubierta de papel en la que había una preciosa ilustración. Apretó la mano de su padre con una emoción contenida, lo que produjo una inmedita sonrisa en aquel.
- ¿Entramos?
Los nervios la impedía ni siquiera contestar. Solo pudo asentir con la cabeza.
En su interior, la librería era estrecha y por doquier se apilaban las obras en estantes y mostradores. El olor a papel impreso, en ese momento el mejor perfume para ella, le impregnó la nariz.
El librero la sonrió. Ya se conocían, pues semanas antes, había hecho la promesa de guardar el libro hasta que ella pudiera ahorrar de su pequeña paga para comprarlo.
Por fin llegaron. La puerta del local era de madera, un tanto retranqueda, de tal manera que permitía no solo los dos escaparates al uso, sino otros dos más pequeños, en los que se exhibían, brillantes bajo las luces, toda clase de libros, aunque abundando más los de relatos.
Se detuvieron un momento, para localizar el que era objeto de su visita. A ella, por ser pequeña, le costaba abarcar todo el contenido, pero habían sido tantas las veces que, camino del colegio, se había detenido para mirarlo, que no le costó más que un segundo localizarlo. Allí estaba, con la sobrecubierta de papel en la que había una preciosa ilustración. Apretó la mano de su padre con una emoción contenida, lo que produjo una inmedita sonrisa en aquel.
- ¿Entramos?
Los nervios la impedía ni siquiera contestar. Solo pudo asentir con la cabeza.
En su interior, la librería era estrecha y por doquier se apilaban las obras en estantes y mostradores. El olor a papel impreso, en ese momento el mejor perfume para ella, le impregnó la nariz.
El librero la sonrió. Ya se conocían, pues semanas antes, había hecho la promesa de guardar el libro hasta que ella pudiera ahorrar de su pequeña paga para comprarlo.
No hicieron apenas falta las palabras. El librero abrió el escaparate y con toda solemnidad extrajo el libro que depositó en las manos de la niña: Los cuentos de los hermanos Grimm.
Ya no existe esa librería. Por el local han pasado muchos negocios y en la actualidad hay un cartel de Se traspasa. Pero ella, siendo como es ya una mujer, sigue viendo en ese escaparate la belleza de los libros y escuchando la voz de ese librero aquel día de invierno:
- Recuerda, pequeña, que nunca estarás sola con un libro.
Sed felices.
El olor a papel impreso...umm nostalgia. Bonito relato.
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