Yo tuve una infancia feliz y eso es una gran ventaja para llegar a adulta con el suficiente equilibrio como para que la vida no se te eche encima. Y esa felicidad estaba envuelta en el cariño de mi familia, no solo de mis padres, sino también de abuelos, tíos y primos, quienes no dejaban pasar ninguna ocasión para reunirnos, ya fuera un cumpleaños, navidad o una merienda en el campo.
Recuerdo con cierta nostalgia, pero también con luminosidad, las noches de verano en que bajaba con mi abuela y las vecinas a la calle, buscando el fresco que aliviara los rigores del verano madrileño, y mientras ella, abanico en mano, charlaba de lo humano y lo divino, yo, con otros niños, jugábamos al rescate, sin bajarnos de la acera, eso sí, o retábamos a los barrenderos a mojarnos, cantando "la manga riega, que aquí no llega".
También, y aunque entonces no lo valoraba en su justa medida, formar parte de una familia numerosa me permitió crecer en un entorno en el que el aburrimiento acampaba lejos de mi casa , siempre llena de jaleo y risas de niños.Yo no jugaba con la video consola, sino a la goma en la calle, ni usaba las redes sociales para chatear con las amigas, a las que veía en clase y con las que charlaba en el patio del colegio mientras que comíamos un bocadillo de embutido y no un bollito sofisticado.
Sí, fui una niña feliz, porque tuve los besos de mi padre, los cuidados de mi madre y las risas de mis hermanos. Y a veces, cuando la vida me oprime por las costuras, abro el baúl de mi memoria, y tiro de esas sensaciones que me reconfortan como un tónico afectivo.
Todos los adultos deberíamos intentar que nuestros niños fueran felices, porque si no lo son, serán incapaces de enfrentarse a la responsabilidad de crecer. Y esa felicidad, acompañada también de la guía necesaria para que aprendan los límites, seguro que, como un virus benefactor, contagiará a los demás.
Hoy es el Día Universal del Niño. Volvamos a ser felices, aunque sea por unas horas, como cuando éramos niños y el mundo nos sonreía.
Recuerdo con cierta nostalgia, pero también con luminosidad, las noches de verano en que bajaba con mi abuela y las vecinas a la calle, buscando el fresco que aliviara los rigores del verano madrileño, y mientras ella, abanico en mano, charlaba de lo humano y lo divino, yo, con otros niños, jugábamos al rescate, sin bajarnos de la acera, eso sí, o retábamos a los barrenderos a mojarnos, cantando "la manga riega, que aquí no llega".
También, y aunque entonces no lo valoraba en su justa medida, formar parte de una familia numerosa me permitió crecer en un entorno en el que el aburrimiento acampaba lejos de mi casa , siempre llena de jaleo y risas de niños.Yo no jugaba con la video consola, sino a la goma en la calle, ni usaba las redes sociales para chatear con las amigas, a las que veía en clase y con las que charlaba en el patio del colegio mientras que comíamos un bocadillo de embutido y no un bollito sofisticado.
Sí, fui una niña feliz, porque tuve los besos de mi padre, los cuidados de mi madre y las risas de mis hermanos. Y a veces, cuando la vida me oprime por las costuras, abro el baúl de mi memoria, y tiro de esas sensaciones que me reconfortan como un tónico afectivo.
Todos los adultos deberíamos intentar que nuestros niños fueran felices, porque si no lo son, serán incapaces de enfrentarse a la responsabilidad de crecer. Y esa felicidad, acompañada también de la guía necesaria para que aprendan los límites, seguro que, como un virus benefactor, contagiará a los demás.
Hoy es el Día Universal del Niño. Volvamos a ser felices, aunque sea por unas horas, como cuando éramos niños y el mundo nos sonreía.
Querida Elena, soy de los que piensan que es en la infancia donde se gesta la sensibilidad ante lo que nos rodea y donde el carácter toma un determinado rumbo; así que comparto plenamente que un niño feliz es un adulto equilibrado y sereno.
ResponderEliminarme ha gustado mucho la entrada. Un beso fuerte
Gracias por tu comentario, querido José Luis y por el cariño que desprende. Besos también fuertes.
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