Atravesó el salón de baile, entre cuyas columnas y cortinajes todavía quedaba en suspenso alguna que otra nota del último vals; el silencio solo era roto por el frufú de su traje de seda. Llegó al fondo y corrió una cortinilla de terciopelo negro, dejando ver una puerta de madera. De su escote extrajo una cadenita de la que pendía una pequeña llave. Dió tres vueltas a la cerradura y abrió.
Un fuerte olor a moho hizo que frunciera la nariz mientras que la humedad del pasadizo, al que daba inicio unas escaleras, le produjo frío.
Recorrió unos metros alumbrando con una antorcha, que para el efecto estaba colocada a la derecha del acceso. Al final de su recorrido volvió a encontrarse con otro obstáculo. Esta vez era una reja. Repitió la operación y con la misma llave y con las mismas tres vueltas accedió al recinto. Colocó la antorcha en su soporte. Su luz iluminó la sala vacía a excepción de un cofre que estaba en el centro.
Dudó un momento. Su acción no tendría marcha atrás. Quizá.... Pero no, no habría más oportunidades ya.
Se agachó y levantó la tapa. Dentro había un bulto pequeño envuelto en una tela de raso rojo. Lo desenvolvió con cuidado y sacó, con la misma precaución, su contenido. Lo levantó hacia la luz y lo vio volver a brillar como aquella noche. Mil colores se reflejaban a través de ese zapato de cristal origen de toda su historia. Un zapato que nunca se pudo calzar de nuevo pues sus pies hinchados por los embarazos primero y después por los malditos juanetes se lo impedían. Recordó aquella noche mágica en brazos del entonces príncipe ahora rey, y de la felicidad que a ambos les embargó y que nada tenía que ver con la persona en que se había convertido su esposo. Los asuntos de Estados y las amantes le habían alejado de su lecho y de su lado hasta tal punto que ella no reconocía en ese hombre abotargado por el vino y los placeres,al gentil joven que removió el reino por encontrarla.
Sabía lo que tenía que hacer. Se puso en pié, levantó la mano y estrelló el zapato de cristal contra el suelo de piedra justo cuando el reloj de la torre daba las doce.
Y, entonces, todo se desvaneció.
Sed felices.
Un fuerte olor a moho hizo que frunciera la nariz mientras que la humedad del pasadizo, al que daba inicio unas escaleras, le produjo frío.
Recorrió unos metros alumbrando con una antorcha, que para el efecto estaba colocada a la derecha del acceso. Al final de su recorrido volvió a encontrarse con otro obstáculo. Esta vez era una reja. Repitió la operación y con la misma llave y con las mismas tres vueltas accedió al recinto. Colocó la antorcha en su soporte. Su luz iluminó la sala vacía a excepción de un cofre que estaba en el centro.
Dudó un momento. Su acción no tendría marcha atrás. Quizá.... Pero no, no habría más oportunidades ya.
Se agachó y levantó la tapa. Dentro había un bulto pequeño envuelto en una tela de raso rojo. Lo desenvolvió con cuidado y sacó, con la misma precaución, su contenido. Lo levantó hacia la luz y lo vio volver a brillar como aquella noche. Mil colores se reflejaban a través de ese zapato de cristal origen de toda su historia. Un zapato que nunca se pudo calzar de nuevo pues sus pies hinchados por los embarazos primero y después por los malditos juanetes se lo impedían. Recordó aquella noche mágica en brazos del entonces príncipe ahora rey, y de la felicidad que a ambos les embargó y que nada tenía que ver con la persona en que se había convertido su esposo. Los asuntos de Estados y las amantes le habían alejado de su lecho y de su lado hasta tal punto que ella no reconocía en ese hombre abotargado por el vino y los placeres,al gentil joven que removió el reino por encontrarla.
Sabía lo que tenía que hacer. Se puso en pié, levantó la mano y estrelló el zapato de cristal contra el suelo de piedra justo cuando el reloj de la torre daba las doce.
Y, entonces, todo se desvaneció.
Sed felices.
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