Todas las novelas empiezan por
mayúscula. Da igual de que letra se trate. Se eleva como el pórtico de entrada a
una catedral, como las puertas aladas de Nínive, como el arco del Infierno,
guardado por Cancerbero, invitándonos a entrar a lo desconocido. Y tras ella
sucederán bellas historias de amor, gloriosas batallas o hazañas de héroes .
Y todas las historias terminan
con un punto y final. Tan simple, diminuto, trazado con el toque de la punta de un bolígrafo, muchas veces apenas perceptible, pero fundamental. Es la
última puntada, es el remate de la historia, es la conclusión sin marcha atrás,
que cierra el relato.
Pero en la vida, pocas veces una
historia empieza por mayúsculas. La existencia, habitualmente, está narrada en la
letra minúscula de lo cotidiano, sin apenas trazos grandilocuentes que puedan
ser escritos tras una entrada con mayúsculas. Como tampoco hay puntos finales.
Casi siempre se enlazan las vivencias unas con otras, en una insistente y monótona
rutina, como mucho hilvanadas por puntos suspensivos.
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