Fue sólo un instante.
Menos que lo que tarda un parpadeo. Fue eso, un
segundo lo que la punta de sus dedos rozó su cara. Una caricia leve, tan leve
como un suspiro, como si al tocarle la mejilla temiera que ella desapareciera.
Una caricia revestida de ternura, cercana casi a la condescendencia.
No era el primer contacto que tenían. Un posar su mano en mi antebrazo para llamar su
atención. Los dos besos convencionales de rigor al encontrarse y al despedirse en el departamento. El brazo pasado por el hombro como señal de
camaradería.
No recordaba de que estaban hablando. Realmente lo había
olvidado. Suponía que como siempre relatando algunas de sus vivencias mientras
él la escuchaba atentamente, observando con esa media sonrisa que habitualmente
mostraba, entre divertida y guasona. Tampoco tenía presente que frase desencadenó
que su mano se acercara a su cara, y como una ligera brisa se posara en su
rostro.
Muchas veces había pensado cómo sería la sensación de
encontrarse con su tacto, sobre todo cuando observaba sus manos.
Pues bien, ese roce de ala de mariposa, apartando el
mechón de pelo que se empeñaba en cubrir
la mejilla supuso el primero y único momento en el que sus pieles se encontraron. Su estatus de profesor
y alumna se interpuso como una barrera infranqueable.
Con el pasar de los años, a veces le ha recordado, y
se ha sorprendido, sintiendo como aquel día, un cúmulo de sensaciones que
quedaron prendidas en ese instante.
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