Había sido toda la vida una entusiasta de los rompecabezas y de los puzzles. Encajar las piezas para construir una imagen o una figura reconocible la entusiasmaba. Por ello, desde niña, si se rompía algún cacharro enseguida se ofrecía, pegamento en ristre, para reconstruirlo, sobre todo porque también la dolía desprenderse de los objetos queridos. Ella, que no era la quintaesencia de la paciencia, convertía sus nervios en lo más parecido a la calma del relojero, clasificando, colocando y organizando las piezas de ese jarrón, de ese cenicero o de esa figurita de Yadró, que se había echo trozos contra el suelo.
Aprendió a quitar con disolvente las junturas del adhesivo, intentando, una veces con éxito y otras sin él, que no se percibieran mucho las heridas de la rotura, llegando incluso, con el tiempo a restaurar con bastante pericia, dejándolos como nuevos.
Y quizá ese afán de recomponer y no darse por vencida por conservar lo querido, la llevó a creer que también lo podría hacer con los sentimientos rotos, si intentaba volverlos a unir con esperanza, con diálogo o simplemente con comprensión. Por ello siempre solía ser ella la que, con el pegamento de la iniciativa, pretendía solucionar el desaguisado.
Pero su gran error fue no darse cuenta que que los sentimientos no estaban hechos de barro, sino de cristal, y que cristal, una vez roto, difícil es de pegar, y que si se logra, quedan unas señales deslucidas y cuyos bordes, en ocasiones, pueden cortar.
Por ello decidió, tras tiempo de reflexión y dudas, que no pasaba nada por desprenderse de aquellos sentimientos rotos que ya no tenían razón de ser, simplemente porque ya no eran como debían : transparentes y sin fisuras.
Sed felices.
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