Jamás me impresionaron los cementerios. Quizá porque desde muy niña acompañaba a mi abuelo el primero de noviembre a llevar flores a nuestros difuntos. Para mi era un día festivo, con las avenidas del camposanto llenas de gente. En mi retina quedaban impresos los colores de los claveles, los crisantemos y las rosas, que en ramos o en coronas cubrían las sepulturas, recién fregadas y limpias, bajo el sol de otoño.
Recuerdo una flor de color morado, que mi abuelo llamaba "moco de pavo", nombre que a mí siempre me hacía reír. Con ella y unos crisantemos blancos formaba con gran habilidad una cruz de flores que atravesaba la sepultura de mis bisabuelos y que causaba admiración. Yo le ayudaba separando las flores y dándoselas una a una. Pero siempre me quedaba con un crisantemo . Era para una sepultura aneja a la de mi familia, sin nombre y con una cruz de hierro desvencijada. Me daba mucha pena pensar que nadie le llevaba flores y tenía el convencimiento, en mis pocos años, que mi flor consolaba a quien o quienes dormían bajo ella y que no recibían nada más que mi pequeño homenaje....
Han pasado muchos años y ya no he vuelto a ir al cementerio, pero esa sensación de pena por la soledad de los muertos me ha hecho seguir pensando que la verdadera muerte es el olvido. Por eso siempre tengo la flor de mi recuerdo para quienes se fueron.
Sed felices
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