Mi querida persona infeliz:
Permíteme que este último domingo de septiembre, en las puertas del veranillo del membrillo (o de San Miguel para los creyentes) te dedique esta entrada de mi blog desde el cariño y la amistad.
Hoy te quiero dirigir unas palabras, no para insuflar alegría ni felicidad a tu vida, sino simplemente para preguntarte si te merece la pena estar lamiéndote persistentemente las heridas en público, encogida ante el día a día y llenando de preocupación a los que te rodean. No solo lo digo por mí, que también- convendrás conmigo que no es agradable estar escuchando frases demoledoras y que te ponen el ombligo en la garganta-, sino fundamentalmente por ti.
Ya, ya sé que me dirás que tu vida es el rigor de las desdichas, que no ves sentido a tu existencia y que tienes todo el derecho a quejarte, y, puedes rematar, que si a mí no me gusta que le ponga un lazo. De acuerdo. Pero a fuer de ser sinceros hay quien lo tiene bastante peor que tú y no se dedica a rasgarse persistentemente las vestiduras y cubrirse la cabeza con ceniza, tal vez porque el tiempo que tiene lo ha de dedicar a sobrevivir y porque sus carencias son básicas.
Déjame que te cuente una historia: hace siglos una persona fue encerrada por la Inquisición en una jaula en la que no podía estar ni sentado, ni de pie, ni tumbado. Las perspectivas no podrían ser menos halagüeñas pero... Vivió dieciséis años contra todo pronóstico. La conclusión: sus ganas de vivir vencieron al tremendo suplicio.
Vivir no es fácil, desde luego. Por el contrario es el mayor reto al que se enfrenta el ser humano. Es un logro diario sorteando enfermedades, frustraciones, pérdidas de los seres queridos, desamores, etc. Pero también hay momentos, a veces pequeños, en los que poder recrearnos en el placer de una conversación, de un paseo, de una felicitación por algo bien hecho, con una caricia, con un beso. Clavos ardiendo a los que nos agarramos para no caer en el abismo del tedio y la cotidianeidad.
Mi querida persona infeliz: no creas que los que parecemos a tus ojos vivir en un anuncio de mi pequeño pony no tenemos nuestros momentos oscuros. Lo que ocurre es que no solemos mostrar las llagas y preferimos ver la botella medio llena, por aquello de no amargarnos la vida. También porque hace tiempo que hemos entendido que nadie va a alfombrarnos el suelo con rosas y a invitarnos a desayunar con diamantes.
La felicidad no es tener salud, ni amor, ni dinero, ni siquiera las tres cosas juntas, aunque estas alturas de mi vida sigo sin saber, exactamente, qué es la felicidad. Lo que sí se es lo que no es: ahondar un día tras otro en el sufrimiento, propio o ajeno -como si echar sal en la herida fuera la única manera de que los demás nos quieran- quejarnos, lamentarnos y, sobre todo, creer que somos únicos en nuestro penar.
En fin, mi querida persona infeliz, no sé si mis palabras te calarán más allá de esa coraza de persona desdichada que has decidido ser, pero hoy sentía la necesidad de dedicarte esta carta.
Tuya afectísima...
Permíteme que este último domingo de septiembre, en las puertas del veranillo del membrillo (o de San Miguel para los creyentes) te dedique esta entrada de mi blog desde el cariño y la amistad.
Hoy te quiero dirigir unas palabras, no para insuflar alegría ni felicidad a tu vida, sino simplemente para preguntarte si te merece la pena estar lamiéndote persistentemente las heridas en público, encogida ante el día a día y llenando de preocupación a los que te rodean. No solo lo digo por mí, que también- convendrás conmigo que no es agradable estar escuchando frases demoledoras y que te ponen el ombligo en la garganta-, sino fundamentalmente por ti.
Ya, ya sé que me dirás que tu vida es el rigor de las desdichas, que no ves sentido a tu existencia y que tienes todo el derecho a quejarte, y, puedes rematar, que si a mí no me gusta que le ponga un lazo. De acuerdo. Pero a fuer de ser sinceros hay quien lo tiene bastante peor que tú y no se dedica a rasgarse persistentemente las vestiduras y cubrirse la cabeza con ceniza, tal vez porque el tiempo que tiene lo ha de dedicar a sobrevivir y porque sus carencias son básicas.
Déjame que te cuente una historia: hace siglos una persona fue encerrada por la Inquisición en una jaula en la que no podía estar ni sentado, ni de pie, ni tumbado. Las perspectivas no podrían ser menos halagüeñas pero... Vivió dieciséis años contra todo pronóstico. La conclusión: sus ganas de vivir vencieron al tremendo suplicio.
Vivir no es fácil, desde luego. Por el contrario es el mayor reto al que se enfrenta el ser humano. Es un logro diario sorteando enfermedades, frustraciones, pérdidas de los seres queridos, desamores, etc. Pero también hay momentos, a veces pequeños, en los que poder recrearnos en el placer de una conversación, de un paseo, de una felicitación por algo bien hecho, con una caricia, con un beso. Clavos ardiendo a los que nos agarramos para no caer en el abismo del tedio y la cotidianeidad.
Mi querida persona infeliz: no creas que los que parecemos a tus ojos vivir en un anuncio de mi pequeño pony no tenemos nuestros momentos oscuros. Lo que ocurre es que no solemos mostrar las llagas y preferimos ver la botella medio llena, por aquello de no amargarnos la vida. También porque hace tiempo que hemos entendido que nadie va a alfombrarnos el suelo con rosas y a invitarnos a desayunar con diamantes.
La felicidad no es tener salud, ni amor, ni dinero, ni siquiera las tres cosas juntas, aunque estas alturas de mi vida sigo sin saber, exactamente, qué es la felicidad. Lo que sí se es lo que no es: ahondar un día tras otro en el sufrimiento, propio o ajeno -como si echar sal en la herida fuera la única manera de que los demás nos quieran- quejarnos, lamentarnos y, sobre todo, creer que somos únicos en nuestro penar.
En fin, mi querida persona infeliz, no sé si mis palabras te calarán más allá de esa coraza de persona desdichada que has decidido ser, pero hoy sentía la necesidad de dedicarte esta carta.
Tuya afectísima...
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