(Diario 16- 2018)
La crisis
provocada por el estallido de la burbuja inmobiliaria y el consiguiente
hundimiento del sistema financiero que llevó a España al rescate bancario se
cobró la primera víctima de forma casi inmediata: la sanidad pública. La
mayoría de los economistas coinciden en que el buque insignia del Estado de
Bienestar en España, su sistema sanitario universal y gratuito, ha conseguido
resistir a duras penas el vendaval de la crisis y los consiguientes recortes
del último Gobierno del Partido Popular, aunque si lo ha hecho ha sido en buena
medida gracias al esfuerzo de los profesionales que trabajan en el sector,
tanto médicos, como enfermeros y personal auxiliar que se han dejado la piel en
hospitales y centros de salud −generalmente en condiciones precarias, cobrando
los salarios más bajos de Europa y haciendo horas extraordinarias−, para seguir
ofreciendo el mejor servicio a los pacientes. Sin embargo, pese al esfuerzo del
personal y su loable tarea en defensa de la sanidad pública, el daño que ha
sufrido nuestro sistema sanitario ha sido muy importante, quizá irreparable.
Desde el año 2009 hasta el día que Rajoy cayó en una moción de censura, el
porcentaje del PIB que el Estado ha invertido en la salud de los españoles ha
pasado del 6,9% en 2012 al 6% en 2017, lo que ha supuesto una pérdida de entre
10.000 y 15.000 millones de euros en los presupuestos generales del Estado
durante ese período negro. España terminó siendo el tercer país que menos gasta
en sanidad, por detrás de Grecia y Luxemburgo. Además, cerca de 10.000 médicos,
muchos de ellos jóvenes, es decir, nuestro mejor capital humano en conocimiento
y talento, han sido despedidos, y las plazas de los facultativos que se han
jubilado no se han cubierto adecuadamente, según denuncian fuentes consultadas por
Diario 16 en la Confederación Estatal de Sindicatos Médicos (CESM).
Consecuencia inmediata: la sobrecarga de trabajo de los médicos se ha
trasladado al paciente −primer damnificado de la difícil situación al recibir
un servicio sanitario cada vez de peor calidad−, las consultas por enfermo ya
no sobrepasan los cinco minutos de media, las listas de espera han aumentado de
forma considerable, numerosos quirófanos, ambulatorios y unidades
especializadas han terminado por cerrarse, la investigación contra enfermedades
y tratamientos se ha visto seriamente afectada, la inversión en la compra de
aparatos y nuevas tecnologías se ha estancado, el precio de los medicamentos se
ha disparado peligrosamente (castigando el bolsillo de los más débiles, sobre
todo enfermos crónicos y pensionistas) y todo el sistema exitosamente
construido durante los últimos cuarenta años se ha resentido y ha hecho aguas
por los cuatro costados.
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