Desde que tuvo la posibilidad de
sostener un lápiz entre sus manos le interesó el cuerpo humano. Sus cuadernos
de dibujo se llenaban de figuras en todas las posiciones, escorzos imposibles, y
partes determinadas, como manos o pies. Ya en la escuela de Bellas artes
destacó como un virtuoso de la anatomía, cercano a los pintores renacentistas
y, sobre todo, empezó a ser considerado un magnífico pintor de desnudos.
Marcado por su habilidad, se
dedicó a perfeccionar su arte, convirtiéndose en el mejor de los artistas en
este género, aclamado en los cinco continentes. Todo el mundo quería tener un
cuadro pintado por él, o un dibujo, o aunque fuera un simple boceto en el que se trazaban las líneas fundamentales del cuerpo femenino.
Sí, femenino, porque sus desnudos
siempre se ciñeron a ese género. Nunca pensó en pintar hombres, salvo en
aquellas ocasiones en que, por deberes de su aprendizaje, lo tuvo que hacer en
la licenciatura. Pero no, no le gustaban los hombres desnudos. Su anatomía, la
de él también, no tenía la sinuosidad del cuerpo de las modelos que pasaban por
sus ojos. Además, llegando a los genitales viriles, el colgajo se le hacía muy
cuesta arriba de bosquejar, tan distinto al suave delta que nacía entre los
muslos de las mujeres.
Ganó fama y fortuna, y su
apelativo: “el pintor de desnudos”. Actrices, cantantes, damas de la noche y
del día quisieron ser retratadas sin más vestido que su propia piel. Sus lápices, sus pinceles
delineaban pechos grandes, medianos, turgentes; culos redondos de nalgas
prietas; muslos torneados que se cerraban guardando su secreto.
Sus amigos, lo que no se
dedicaban al arte, le envidiaban. Gastaban bromas picantes acerca de lo que el
pintor disfrutaba mientras llevaba a cabo su tarea. Él sonreía, solo sonreía, melancólicamente. Porque pintor de desnudos era muy infeliz. Su profesionalidad le había obligado a generar una gran
resistencia a la contemplación de las curvas de las protagonistas de sus cuadros, y con el paso del tiempo su
deseo se fue atemperando, como el que se empacha de comer todos los días el
postre que más le gusta.
No podía negar que tuvo sus
escarceos con algunas de sus modelos, sobre todo las que cuando era más joven
acudían a la llamada de su fama, o conocía en la inauguración de una
exposición. Pero con el tiempo ya no le llamaba la atención y su ojo se
centraba en la reproducción de la carne, lo mismo que lo habría hecho con un
cántaro o una manzana que formara parte de un bodegón.
(CONTINUARÁ)
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