(Continuación del relato. Entrada anterior el 10 de agosto 2018).
—¿Desea tomar
algo?—una voz le devolvió a la realidad—. Tiene allí una mesa disponible—. La
primera intención del pintor de desnudos fue contestar que no, y que le dejara
en paz, pero la cara de pocos amigos que mostraba el camarero le llevó a asentir
con la cabeza.
Se sentó, después de coger un periódico (para disimular) que estaba a disposición de los clientes, y
pidió un orujo . La mujer seguía leyendo el libro, que de vez en cuando
subrayaba con un lápiz, mientras bebía lo que parecía ser una infusión. El
pintor de desnudos pensó que tenía que elaborar una estrategia de aproximación... Pero, ¿cuál?
El murmullo de
las distintas conversaciones convertía la sala en un extraño palomar de
atmósfera húmeda, caliente y atosigante. De cuando en vez la puerta se abría
permitiendo que un chorro de aire frío renovara un poco la densidad interior.
La mujer
levantó la cabeza e hizo una especie de barrido por la sala. Por un instante su
mirada se cruzó con la del pintor de desnudos, que sintió como se le paraba el
corazón, para volver a latir de una manera acelerada. Entonces, como quien se
arranca una tirita de un tirón, tomó la decisión y se puso en pie para
dirigirse hacia ella. Pero justo, cuando
apenas le faltaban unos pasos, la mujer se levantó sonriendo y alzó la mano
llamando la atención de alguien. El pintor de desnudos giró la cabeza. ¡Maldita
sea!, pensó, no podía ser otro.
Porque la
persona a quien la mujer se dirigía era uno de sus mayores enemigos, un
escritor que había ganado el mayor premio literario nacional, académico de la
lengua, y con el que había tenido un sonado encontronazo en una tertulia
televisiva. Tras de esta, el pintor de desnudos juró que jamás volvería a
dirigirle la palabra.
¿Qué hacer? No
podía quedarse de nuevo en medio, so pena de que el personal del café, e
incluso los clientes, les tomaran por loco. Pero de ninguna manera se acercaría
a semejante escoria, a riesgo de llevarse uno de sus proverbiales desplantes,
que eran catalogados como ejemplos de inteligencia por sus admiradores, pero
que no dejaban de ser más que la muestra de la acidez que emanaba por los
poros.
El escritor y
la mujer se saludaron con un intenso y profundo beso en los labios. El pintor
de desnudos sintió que la sangre se le helaba en las venas porque recordó una
noticia que había tenido la oportunidad de leer unos días atrás: la del
matrimonio de su archienemigo con su tercera esposa, que no era otra que la que
le había aprisionado con su mirada.
Se dirigió a
la barra y pagó la consumición. Salió a la calle donde le recibió la noche. Se
arrebujó en el abrigo y emprendió el camino hacia su casa a paso rápido,
impelido por el frío y la frustración. El deseo de gritar le atenazaba la
garganta, pero se contuvo. La desesperación, él lo sabía, no le llevaría a ninguna
parte.
Horas después,
en la soledad de su estudio, intentó una y otra vez llevar a cabo un boceto de
esos ojos que se le habían incrustado como dos flechas en la mente: vano
intento. Toda su maestría se estrellaba contra la realidad. No era la perfección
anatómica lo que convertía en inigualable esa mirada, sino el alma de la mujer
que solo podría captar frente a frente.
Apenas pudo
conciliar el sueño. Se le mezclaban las imágenes de unas pupilas de fuego con
los insultos y las risas del escritor.
Clareaba el día cuando despertó empapado en sudor, a pesar de que en la
calle la temperatura había descendido más allá de cero grados.
Un rato
después, frente a una taza de café bien cargada, una idea fue abriéndose camino
en su mente. Al principio su pensamiento la rechazó, pero al cabo de unos
minutos, en los que la razón fue dejando paso de nuevo a la pasión, esa idea
atroz fue tomando cuerpo. Sí, no había otra solución para llevar a cabo su
deseo: el escritor debía morir.
(CONTINUARÁ)
(CONTINUARÁ)
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