Bailando por el despacho al ritmo de una conocida canción, la presidenta de ese minúsculo territorio se sentía como en una nube. En cuatro años había pasado de ser una segundona, o un personaje de tercera fila, ha ser adorada por las masas.
El estribillo que resonaba a través de su equipo de música reflejaba exactamente la realidad: a nadie le importaba lo que ella hacía ni decía. Podía sugerir que para el cambio climático lo ideal era poner un ventilador en el balcón para contrarrestar el calor que a la gente le hacía mucha gracia. O afirmar que el presidente del Gobierno tenía el maléfico plan de llevar a cabo la unión con el país de al lado para instaurarse ad eternum, que la gente lo aceptaba como si fuera palabra de Dios.Lo que más la asombraba era que ella tampoco entendía, más allá de los guiones que la entregaban para que leyera o de los comentarios que le llegaban a través del pinganillo en las comparecencias públicas, por qué la gente aceptaba semejantes majaderías. Hasta ella era consciente de que algunas veces decía tales estupideces que sonrojarían al más pintado.
Lo de la pandemia fue proverbial. Tener que encerrar a la gente en su casa para frenar las muertes y el contagio era necesario, pero eso corría a cargo del Gobierno. Ella, muy bien aconsejada, se convirtió en la madre consentidora que daba lo que la pedían cuando el padre lo negaba, culpando a este último de todos los desastres.
Se sentía eufórica, maravillosa, tremenda... Era lo más de los más....
"Y así se seguiré, y presidireé y presidiré, nunca cambiareeee".- Cantó a voz en cuello, modificando ocurrentemente la letra que cerraba el estribillo...
Se abrió la puerta del despacho y entró su asesor principal. Su paso vacilante señalaba que no se había desayunado café con churros, precisamente.
- Tengo al teléfono a quien tú ya sabes.- Indicó a la presidenta guiñando el ojo.
- ¡Qué pereza!.- contestó.- Dile que ahora le llamo.
Tener a ese pan sin sal ante ella todos los días le rayaba. Decían las mismas barbaridades pero ella, por lo menos, las decía con gracia y con salero castizo, no con esa falta de enjundia que aburría a las ovejas. Y por delante una campaña...
En fin, cogió su chaqueta roja, esa que le daba suerte y se dispuso a presidir el Consejo de Gobierno. Esperaba que no fuera muy largo ni con muchos puntos. A ella lo que le gustaba era darse baños de masas.
Fuera en la plaza una multitud gritaba reclamando los servicios públicos arrebatados, pero en su cabeza resonaba esa cancioncilla tan pegadiza:
"A quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga"...
Pues eso
NOTA: el parecido con la realidad es pura coincidencia. Los hechos que aquí se cuentan son pura ficción.
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