lunes, 25 de julio de 2022

A MIS SOLEDADES VOY

“De mis soledades vengo, porque para andar conmigo mismo me bastan mis pensamientos”. Así decía el gran Lope de Vega en su poema. Todo un canto a la reflexión de la introspección en uno mismo y de cómo contemplamos el mundo. Es cierto que el ser humano necesita de la soledad para dialogar consigo, para encontrarse, para aceptarse. En resumen, que la soledad no es inútil si se sabe aprovechar.

Pero existe otra soledad cuyo rostro no es tan amable. Aquella que se va instalando poco a poco como ese familiar que vino a curarse una gripe y se queda ya para siempre.


Esa soledad que como el asfalto y la contaminación son elementos sustanciales de la vida en las ciudades, a pesar de los grandes esfuerzos de la sociedad de consumo en ofrecer toda clase de invitaciones y tentaciones para evitar precisamente esa soledad.

Otro gran escritor, Gustavo Adolfo Bécquer, decía que la soledad era buena si se tenía a quien contar. Esa es la madre del cordero… Evitar la situación en que no haya nadie a quien poder decir que te sientes solo, inerme, frágil, y que darías la vida por tener una mano que cogiera la tuya.

Yo soy mujer de pocos temores, pero uno que siempre me amedrenta es el pensar en ese abandono al final de la vida. Son demasiadas las ocasiones en que leemos en los medios que se han encontrado a ancianos en sus domicilios, fallecidos durante días o meses. Escuchamos a los familiares, hijos a veces, que hacía un año que no hablaban con él o con ella. En otras ocasiones ni siquiera los vecinos se habían percatado de su ausencia.

Son los mayores que viven en las urbes los que más sufren estas carencias de compañía (la pandemia nos lo ha demostrado), aquellos cuya salud ya les va mermando y a veces no pueden salir a la calle a comprar, ni a relacionarse con los vecinos, y los días se convierten en programas de televisión.

Todos, todas, tenemos la obligación de corregir esta situación. No cabe duda que se ha avanzado en muchas cosas. Se han creado los centros de mayores, actividades para ellos, lugares en donde se pueden encontrar, pero no es bastante, porque no todos quieren ni pueden acceder a ellos.

Nuestros abuelos, nuestros padres, nosotros mismos algún día alcanzaremos una edad, mis queridos lectores y lectoras, en la que tengamos que detenernos. Por mucho que avance la medicina tenemos fecha de caducidad, pero mientras llega, nos vemos en la obligación moral de preparar esta sociedad para la “vejez” que viene. Pensemos que con la natalidad tan tardía que tenemos, octogenarios tendrán hijos de cuarenta años, en plenitud de facultades criando familias, y con muy poco tiempo para dedicarlos a la atención y cuidado de sus mayores.

Pero desgraciadamente, la soledad no es patrimonio de la edad. También hay jóvenes, adolescentes, inclusos, que se encuentran solos, incomprendidos, ante sus problemas, sus incertidumbres, sus diferencias. En el peor de los extremos optan por acabar con una vida que se ha convertido en un suplicio. Vemos la soledad de las mujeres maltratadas, cuya boca se ha cosido frente a familiares, vecinos, o entornos que todavía siguen diciendo que no existe la violencia de género. La soledad de quien siendo hombre ama a otro hombre, o mujer a otra mujer.

Ese conjunto de soledades, que no son de ninguna manera las que canta Lope de Vega, son las que tenemos que exorcizar. Abandonar ese ecosistema que nos estamos construyendo en el que imaginamos, erigimos y habitamos mundos virtuales, mientras dejamos que el real, el nuestro, se convierta en un desierto lleno de gente sola.

 

 

 

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