Un año más estoy aquí, junto al mar.
Un paisaje conocido, pero muy distinto, porque este mar no es el del verano, rodeado de gentío, cubierto de bañistas, con su orillas convertidas en paseos atestados, haya o no pandemia.
No, este mar se transforma en su propia identidad, inmensidad azul que se extiende hasta donde abracan mis ojos. Un año más me acerco en estos días de reposo a su acogedor abrazo y sosiego: sé que nunca me va a defraudar.
Este año he llegado a su orilla especialmente cansada, un tanto abatida. Entiendo y me comprendo, porque los días se suceden con una impenitente monotonía: pandemia, economía, economía, pandemia, lo mal que va todo según la oposición, nueva variante, economía...
No es que me queje, no he sido nunca de quejarme mucho. Primero porque no he tenido razones objetivas, y, segundo, porque mi manera de ser me impide hacerlo, aunque las tuviera. Si encontrara, además, una tercera razón, diría que siempre la vida me ha colocado en el lado de tirar del carro, de ser yo la que anime, de convertir la lástima en resistencia.
Pero con todo y con ello, con el entrenamiento que mi existencia me ha ido marcando, hay momentos en que me siento cansada, en que miro a mi alrededor y el desconcierto me invade. Entonces me acerco a la playa y noto como dentro de mí surgen emociones reconfortantes, reconocibles, esas que me hablan de que, a pesar de todo, cada día que amanece es una esperanza para hacer y para cambiar.
Por eso, un año más, estoy junto al mar.
Sed felices.
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