Para muchos de
nosotros los libros son objetos tan cotidianos como los cepillos de dientes o
las servilletas. Nos rodean y conviven en nuestro espacio vital desde que somos
capaces de recordar.
Primero como
cuentos de hadas o de aventuras. Luego con los clásicos que vienen cargados de
preguntas a responder en los exámenes. Más tarde, ya adultos, llenos del placer
de la lectura por la lectura. Pero no para
todos esto es así. Para algunos el libro es un total desconocido, por decisión
propia o por simple carencia de medios en acceder a él, ya sean económicos o
sociales.
Es una pena que
esto ocurra. No solo porque es cierto que en los libros se encierra una gran
sabiduría, sino porque son una herramienta inigualable para llenar un tiempo
con nosotros mismos. En la acción de la lectura se encierra, sin lugar a dudas,
una relación que no tiene la contemplación o disfrute de otras artes u otras
actividades. Entre el libro y el lector se genera una intimidad casi de pareja,
en la que el tacto de las páginas o de la cubierta de convierte en algo sensual.
Estamos en unas
fechas en las que tenemos la costumbre de intercambiar regalos. Sin lugar a
dudas los libros tendrán su protagonismo al pie del árbol o junto a los zapatos
que esperan a los Reyes magos. Me gustaría,
queridos lectores, que se vieran los
libros como enlaces con otras personas,
con otras culturas, con otras vidas; que intenten encontrar en ellos pequeños
microcosmos en los que habitan seres especiales, tocados por un don: ser capaces
de transmitir sentimientos parecidos a los que cualquiera puede sentir en un
momento determinado o ante una experiencia vital importante pero a través de la
belleza de la palabra. Me gustaría, queridos lectores, que se viera el libro
como un regalo vivo.
Los libros nos
hablan de la vida para, quizá, poder comprenderla un poco mejor.
Al fin y al cabo
¿qué es la vida sino un libro que escribimos cada día?
Pedid libros,
regalad libros.
Sed felices.
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