El ruido de una gota constante contra el acero del fregadero, el tic tac de un reloj, incluso el latido de un corazón en reposo podría ser banda sonora de la monotonía.
Saber con anticipación lo que ocurrirá ante una palabra, la reacción ante una acción siempre previsible, la misma sonrisa, el mismo ceño fruncido, escenario perfecto de la monotonía.
Ser los mismos, estar en lo mismo, acompañarse de los mismos, un día y otro, sin solución de continuidad, como en una cinta de Moebius recorrida una vez y otra, la coreografía de la monotonía.
Una monotonía que era su talón de Aquiles, su situación más odiada.
Por ello, cada vez que tenía la oportunidad cogía el tren, aunque fuera en marcha y en el último momento, de la oportunidad para introducir cambios, sorpresas, rupturas de esa monotonía que la absorbía el túetano de la ilusión.
El único inconveniente era que, para su asombro, había quien no entendía esa preferencia por el riesgo, por estar siempre como una trapecista saltando en el vacío, y la reprochaban que no se quedara, tranquila, sentada en el andén, viendo pasar los trenes.
No lo haría. La vida necesita de bandas sonoras en las que el Allegro se alterne con el Adagio, en las que el pulso se acelere, en las que la sorpresa nos sitúe en ese límite en el que el corazón parece salirse del pecho para caer en las manos de otro.
Seguiría cogiendo los trenes, aunque fuera en el último minuto, hasta el último viaje.
Sed felices.
Saber con anticipación lo que ocurrirá ante una palabra, la reacción ante una acción siempre previsible, la misma sonrisa, el mismo ceño fruncido, escenario perfecto de la monotonía.
Ser los mismos, estar en lo mismo, acompañarse de los mismos, un día y otro, sin solución de continuidad, como en una cinta de Moebius recorrida una vez y otra, la coreografía de la monotonía.
Una monotonía que era su talón de Aquiles, su situación más odiada.
Por ello, cada vez que tenía la oportunidad cogía el tren, aunque fuera en marcha y en el último momento, de la oportunidad para introducir cambios, sorpresas, rupturas de esa monotonía que la absorbía el túetano de la ilusión.
El único inconveniente era que, para su asombro, había quien no entendía esa preferencia por el riesgo, por estar siempre como una trapecista saltando en el vacío, y la reprochaban que no se quedara, tranquila, sentada en el andén, viendo pasar los trenes.
No lo haría. La vida necesita de bandas sonoras en las que el Allegro se alterne con el Adagio, en las que el pulso se acelere, en las que la sorpresa nos sitúe en ese límite en el que el corazón parece salirse del pecho para caer en las manos de otro.
Seguiría cogiendo los trenes, aunque fuera en el último minuto, hasta el último viaje.
Sed felices.
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