Le parecía mentira haber
conseguido traspasar la barrera de los prejuicios y hacer realidad unos de sus sueños. Bueno, no
solo el de él sino el de casi todos los hombres.
Había llegado a los cuarenta
siendo un hombre de orden, de plaza fija en un ministerio- motivo de orgullo para sus padres y de envidia de sus amigos en paro-, con novia formal durante más de quince años,
aunque el amor se frustrara en el último
momento, dejándole a dos meses de la boda compuesto y con una hipoteca.
Contempló los bellos cuerpos y
las manos ansiosas que los recorrían a
unos pocos centímetros de él mientras unos ojos lascivos le miraban y unas
bocas se abrían entre lenguas. Eran como dos diosas. Su cabellos, cobrizos
y castaños, refulgían bajo el color rosáceo de la lamparita, próxima a la cama, que atenuaba la penumbra de la habitación del hotel. ¡Él con dos mujeres!
Notaba como la excitación le iba
en aumento y un ardor interior le quemaba la entrepierna, a pesar del aire
acondicionado que le daba de plano. Pero era un hombre autocontrolado- no se
puede ser de otra manera cuando se está de cara al público ocho horas al día, cinco días a la semana-, y quería sacar el
mayor partido a su regalo.
Los suspiros y gemidos de las mujeres
rompían el silencio como una candencia de deseo que seguía el ritmo de unos
dedos que exploraban los lugares en donde pronto entraría él. Cuando sintió que
llegaba al límite se incorporó para entrar en el juego. En ese momento sintió
una tremenda punzada en la espalda que reconoció sin dudar.
-¡Noooo!- gritó con
desesperación.
Las dos mujeres se quedaron
paralizadas y cambiaron su mirada libidinosa por otra interrogatoria
-¡Maldito aire acondicionado!
¡Dios, qué dolor!-.
Efectivamente, su cara de placer
se había convertido en una máscara de sufrimiento gracias al pinzamiento del
nervio ciático, una lesión renuente por su trabajo sedentario.
Nunca conseguiría esa carambola a tres bandas.
Nunca conseguiría esa carambola a tres bandas.
Consciente de que todo estaba
perdido, contempló con tristeza su lánguido miembro que se iba arrugando por
momentos lo mismo que su sueño dorado. Hizo de tripas corazón y suplicó a las
chicas que esperaban sin saber qué hacer.
-Por favor, que una me ayude a
vestirme y que otra vaya llamando a un taxi.
Horas después, mientras le volvía
a enseñar el culo a otra mujer, una enfermera de Urgencias que le inyectaba
vitamina B, pensó en las palabras de Martínez, el muy imbécil, en la máquina
del café aquella mañana.
- Ya sabes, Jiménez, de los cuarenta para arriba...Que ya no estamos para muchos trotes.
- Ya sabes, Jiménez, de los cuarenta para arriba...Que ya no estamos para muchos trotes.
Autor de la ilustración Franz Frichard
Nota de la autora: Franz Frichard es el alter ego de Ricardo Ranz.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario