De pequeña mi abuela me hablaba de la Guerra. De un viaje hasta Valencia, un lugar que yo aún no conocía, y a dónde les evacuaron huyendo de las bombas que destrozaban Madrid, nuestro Madrid.
Me hablaba de lentejas que había que limpiar, de condenas a muerte, conmutadas, y de Francia y Argelia, países que yo buscaba en el Atlas recorriendo, con el dedo, los caminos de la huida y del exilio. Me hablaba de hambre y de miedo.
Una guerra entre hermanos, civil, la llamaba. Me contaba que fue un golpe de Estado contra el pueblo que votó la república, mientras zurcía calcetines y yo jugaba con una caja de botones al calor del brasero.
Mi madre, mis tías, me decían que no preguntara tanto, que había cosas de las que no se hablaba. Y yo no lo entendía, porque una guerra no se hace entre hermanos— “a los hermanos se les quiere y se les perdona”— me explicaban, cuando yo protestaba de los míos. Tampoco la guerra la perdían los buenos. Eso nos contaban en todas las películas de sesión continua en el cine Quevedo.
Pero está sí, esta de la que me hablaba mi abuela, mientras cosía la ropa y esperaba que llegara mi abuelo para hacer la cena, la perdieron ellos, los que defendían la justicia, la igualdad, y pan para todos pero también libros.
Perdieron la guerra los obreros, los maestros, los poetas. Se llenaron de tiros las tapias del cementerio, las cunetas de desconocidos, y se marchitaron las rosas. De pequeña me hablaban de la guerra, pero siempre de puertas para adentro de la casa. Fuera, éramos los vencidos, y ahí mandaban los gloriosos vencedores de la épica cruzada. Misa los domingos, bandera roja y gualda, siempre ese grito de: ¡Viva España!
Cuando era pequeña, mi abuela me hablaba de la guerra con los ojos nublados y en susurros.
Ahora se habla de esa guerra falsamente, ensalzando a quien mantuvo un país con la boca cosida por el miedo, mientras que los aliados de los golpistas lucían su ideología, como pasa ahora, llenos de odio y "patriotismo".
A menudo recuerdo a mi abuela, qué me diría ahora viendo tanta infamia y mentira, e imagino su voz y sus manos acariciándome: "no te rindas, mi niña, no te rindas..."
Hoy yo soy la abuela, y batallo otra guerra para no tener yo, también, que hablar a mis nietos con los ojos nublados y en susurros.