En unas horas el sol se colocará en el equinoccio del otoño despidiendo el verano. Poco a poco la rutina se instala en nuestras vidas, la piel pierde su bronceado, los días se acortan y las sombras se alargan. Los árboles desnudarán como amantes en espera de su amado; en las fachadas se abrirán mil ojos luminosos tras una tarde corta. En el cielo, con suerte, las nubes se desperezarán y regarán los campos ya silenciosos.
Bizcochos de manzanas, nueces y castañas y pucheros con sabor a tradición en donde meter la cuchara.
Después vendrá el invierno.
Pero un día, como tantos días de tantos años, como ocurre siempre desde
que el mundo es mundo, los árboles volverán a brotar, las hojas ya
no serán colchón sino bóveda y nosotros sentiremos otra vez como el sol
extiende las horas de luz, como los cuerpos se descubren tras las lanas
y el cuero. Y los niños llenarán los parques y los enamorados se
besarán en los bancos, orgullosos de su amor al aire libre.
Entonces,
esos tres meses de luz, calor y libertad cargarán, una vez más, de
energía nuestra pila vital para volver a iniciar, de nuevo, el ciclo de
nuestra existencia en este juego perpetúo del devenir del tiempo
Quizá la vida sea eso: simplemente la esperanza en el próximo verano.
Tienes razón, la vida es esperanza conseguida, truncada y a veces inalcanzable.
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