Todo empieza con
una primera bofetada, esa que me abre
los ojos como platos, incrédulos por sentir su mano, que antes me acariciaba,
estallar junto a mi oído. No le reconozco en esa máscara de rabia y crueldad.
No entiendo esa retahíla de insultos que han sustituido a las palabras antes de
amor.
Quiero preguntar ¿por
qué?, pero siento como los labios hinchados por el golpe no consiguen articular
palabra.
El segundo golpe me
hace caer al suelo. Levanto los brazos para que sus puños no alcancen mi cara,
pero es en vano. Uno de ellos golpea mi estómago y me deja sin respiración. Con
los ojos anegados de lágrimas, vislumbro en el quicio de la puerta a mis hijos
en pijama que le gritan a su padre que
me deje, que no me pegue más.
Pero él es una fiera
que ha hecho presa. Las patadas se
hunden en las costillas, mientras me sujeta las muñecas con sus manos
para que no me pueda escapar.
Si no fuera por mis
hijos, querría morir allí mismo.
De repente para,
resollando como un toro, y cae de rodillas junto a mí. Siento su mano, la misma
que no cesaba de abofetearme hace un minuto,
en mi cara, limpiándome las lágrimas y la sangre de mi boca. Le oigo
susurrar en mi oído: “sabes que te quiero, es que me haces perder los nervios,
pero te quiero… Siempre estaremos juntos”.
Luego se levanta y se
va al dormitorio, cerrando la puerta.
Mis hijos se acercan a
mí, también llorando. El mayor me da el móvil y me dice: “llama, mamá. Por ti,
por nosotros, llama”. Con dedos temblorosos marco el 112.
Una hora después el
verdugo sale esposado de mi casa. La doctora del Samur que me atiende me dice
que he sido muy valiente. También lo creo yo. Por la ventana veo el sol
despuntar en un amanecer que no es solo del nuevo día, sino mío también.
No más miedo, no más
violencia. No estoy sola. Por fin, soy libre.
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