viernes, 17 de agosto de 2018

El pintor de desnudos (3)

(Continuación del relato. Entrada anterior el 10 de agosto 2018).

—¿Desea tomar algo?—una voz le devolvió a la realidad—. Tiene allí una mesa disponible—. La primera intención del pintor de desnudos fue contestar que no, y que le dejara en paz, pero la cara de pocos amigos que mostraba el camarero le llevó a asentir con la cabeza.

Se sentó, después de coger un periódico (para disimular) que estaba a disposición de los clientes,  y pidió un orujo . La mujer seguía leyendo el libro, que de vez en cuando subrayaba con un lápiz, mientras bebía lo que parecía ser una infusión. El pintor de desnudos pensó que tenía que elaborar una estrategia de aproximación... Pero,  ¿cuál?

El murmullo de las distintas conversaciones convertía la sala en un extraño palomar de atmósfera húmeda, caliente y atosigante. De cuando en vez la puerta se abría permitiendo que un chorro de aire frío renovara un poco la densidad interior.

La mujer levantó la cabeza e hizo una especie de barrido por la sala. Por un instante su mirada se cruzó con la del pintor de desnudos, que sintió como se le paraba el corazón, para volver a latir de una manera acelerada. Entonces, como quien se arranca una tirita de un tirón, tomó la decisión y se puso en pie para dirigirse hacia ella.  Pero justo, cuando apenas le faltaban unos pasos, la mujer se levantó sonriendo y alzó la mano llamando la atención de alguien. El pintor de desnudos giró la cabeza. ¡Maldita sea!, pensó, no podía ser otro.

Porque la persona a quien la mujer se dirigía era uno de sus mayores enemigos, un escritor que había ganado el mayor premio literario nacional, académico de la lengua, y con el que había tenido un sonado encontronazo en una tertulia televisiva. Tras de esta, el pintor de desnudos juró que jamás volvería a dirigirle la palabra.

¿Qué hacer? No podía quedarse de nuevo en medio, so pena de que el personal del café, e incluso los clientes, les tomaran por loco. Pero de ninguna manera se acercaría a semejante escoria, a riesgo de llevarse uno de sus proverbiales desplantes, que eran catalogados como ejemplos de inteligencia por sus admiradores, pero que no dejaban de ser más que la muestra de la acidez que emanaba por los poros.

El escritor y la mujer se saludaron con un intenso y profundo beso en los labios. El pintor de desnudos sintió que la sangre se le helaba en las venas porque recordó una noticia que había tenido la oportunidad de leer unos días atrás: la del matrimonio de su archienemigo con su tercera esposa, que no era otra que la que le había aprisionado con su mirada.

Se dirigió a la barra y pagó la consumición. Salió a la calle donde le recibió la noche. Se arrebujó en el abrigo y emprendió el camino hacia su casa a paso rápido, impelido por el frío y la frustración. El deseo de gritar le atenazaba la garganta, pero se contuvo. La desesperación, él lo sabía, no le llevaría a ninguna parte.

Horas después, en la soledad de su estudio, intentó una y otra vez llevar a cabo un boceto de esos ojos que se le habían incrustado como dos flechas en la mente: vano intento. Toda su maestría se estrellaba contra la realidad. No era la perfección anatómica lo que convertía en inigualable esa mirada, sino el alma de la mujer que solo podría captar frente a frente.

Apenas pudo conciliar el sueño. Se le mezclaban las imágenes de unas pupilas de fuego con los insultos y las risas del escritor.  Clareaba el día cuando despertó empapado en sudor, a pesar de que en la calle la temperatura había descendido más allá de cero grados.

Un rato después, frente a una taza de café bien cargada, una idea fue abriéndose camino en su mente. Al principio su pensamiento la rechazó, pero al cabo de unos minutos, en los que la razón fue dejando paso de nuevo a la pasión, esa idea atroz fue tomando cuerpo. Sí, no había otra solución para llevar a cabo su deseo: el escritor debía morir.

(CONTINUARÁ)


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