viernes, 31 de agosto de 2018

El pintor de desnudos (Desenlace)


La sala central de la RAE estaba a rebosar de público. Unos minutos antes la llegada de los Reyes había concitado todavía más confusión, pues quienes hacían cola para rendir su último adiós al más famoso escritor del país se arremolinaban todavía a la puerta.
            El pintor de desnudos se identificó ante los agentes de seguridad y pudo pasar sin esperar.  Las arañas de cristal, relucientes como diamantes, fulgían dando un aspecto de escenario de ópera al duelo. El féretro se encontraba en el centro, rodeado de coronas de flores y cubierto con la bandera de España. Sentados en un lado se encontraban los cuatro hijos del escritor junto al resto de familia carnal. Fente a ellos la nueva viuda, vestida de riguroso luto, que en ese momento saludaba a los monarcas.
            El pintor de desnudos sintió posarse una mano en su hombro.
            —¡Ah! Hola, ¿qué tal?—saludo tras la sorpresa a un amigo común, director de una revista de arte y literatura.
            —Bien, bien, y tú, ¿cómo estás? Porque te has comido todo el marrón. Que el accidente ocurriera en tu casa debió de ser terrible.
            El pintor de desnudos hizo acopio de todas sus energías para mostrar una cara compungida.
            —Es cierto, fue terrible. Primero la impotencia de ver que no se pudo hacer nada para reanimarle, a pesar de que los servicios de urgencia llegaron rápidamente. Luego las declaraciones en dependencias policiales, que han sido largas y tediosas…
            —La verdad es que ha sido una gran pérdida. Y total, por un mal tropiezo en una escalera.
            —Había bebido mucho y debió calcular mal el peldaño. Revivo una y otra vez la escena, pero no veo cómo lo podría haber evitado. Tal vez si no le hubiera permitido ingerir tanto alcohol…
            La voz del pintor de desnudo se veló por la emoción, aunque no era la tristeza lo que le embargaba sino el triunfo. Su plan había resultado perfecto. Nadie sospechó que la caída no había sucedido por un paso en falso y la borrachera que, a tenor de la analítica post mortem, fueron los causantes oficiales  de la muerte de su enemigo. Solo él sabía de la existencia de un hilo de nylon tendido de lado a lado, que fue el factor real del “accidente”.
            El pintor de desnudos estrechó  la mano de su amigo.
            —En fin, como tú has dicho, una gran pérdida. Aunque habíamos tenido nuestras más y nuestro menos, siempre le admiré como escritor. Ahora si me disculpas, voy a rendir mis respetos a la familia.
            Con paso firme que disimulaba su nerviosismo, se dirigió hacia el lugar en donde se encontraba la mujer objeto de sus sueños y motivo de su crimen. Estaba sentada, con las piernas muy juntas, y las manos en el  regazo. Su largo pelo ocultaba su rostro, girado hacia el féretro.
            El pintor  de desnudos se situó a su lado y carraspeó un poco. Ella se volvió y levantó su cara, mirándole directamente. En ese instante el tiempo de paró y un aire gélido pareció recorrer la espina dorsal del pintor de desnudos. La luz que había visto brillar en el  fondo de los ojos de la mujer, esa luz que le atraía hacia ella como una polilla a una lámpara, se había apagado. Sus pupilas eran dos lagos de lágrimas y tristeza opacos.
            El pintor de desnudos no supo que decir. Fue la mujer la que se puso en pie y le dio la mano.
            —Muchas gracias por venir, y muchas gracias por atender a mi marido en sus últimos momentos. Me alegra de que no muriera solo. Supongo que te habrán vuelto loco con todas la indagaciones… ¡Qué pena!
            —No me des la gracias—acertó a balbucear el pintor de desnudos—, yo no hice nada…
            —Sí, estuviste con él. Me contó el proyecto de su retrato, e incluso hablamos de que tú también me pintaras a mí… Ya ves, habría sido muy bonito, siempre te he admirado como artista, pero mi nivel adquisitivo hacía imposible que tú pudieras retratarme. En cambio, ahora… Sin él, ya no tiene sentido. ¿Supongo que lo comprendes?—las lágrimas caían a raudales por sus mejillas.
            El escritor, su mayor enemigo, habría consentido que él pintara a su mujer, así, sin más, solo por complacerla. Ahora él había arrebatado inútilmente la vida a esa mirada que le había hecho enloquecer de tal manera como para convertirle en un asesino.
            El pintor de desnudos asintió con la cabeza y, sin decir nada más, salió a la calle. Volvía  a nevar. 

FIN

viernes, 24 de agosto de 2018

El pintor de desnudos (4)

(Continuación del relato. Entrada anterior el 17 de agosto 2018).


Una vez tomada la decisión se sintió mucho más tranquilo. Como si un gran peso que hasta ese momento le aplastaba el pecho se hubiera desvanecido y el sol, que asomaba tímidamente entre unas gruesas y oscuras nubes, brillara en todo su esplendor.

El paso siguiente fue proyectar el cómo, de tal manera que no quedara ni la mínima sospecha de que se hubiera cometido un crimen ni, por supuesto, ser él el criminal.  ¿Contratar un sicario? ¿Provocar un accidente?

Pasó toda la mañana en internet buscando maneras de asesinar. Sí, porque la Red era un pozo sin fondo a la hora de inspirar sobre cualquier cosa, incluso sobre la mejor forma de deshacerse de alguien sin despertar sospecha. Cuando ya desesperaba por no hallar algo factible encontró la solución.

Habiendo resuelto la logística, abordó el paso siguiente: llamar al escritor e invitarle a cenar a su casa. No fue tarea fácil convencerlo. Había pasado mucho tiempo desde su encontronazo en televisión, durante el cual solo se habían cruzado cuatro palabras para insultarse.

El anzuelo fue un supuesto retrato que el pintor de desnudos quería llevar a cabo como homenaje al escritor y como regalo de bodas también. Después de la cena tomaría unos apuntes para llevarlo a cabo.

A pesar del desprecio que el escritor sentía por el pintor de desnudos, tener un retrato salido de su pincel era una gran tentación. Máxime cuando un cuadro con semejante firma se cotizaba a miles de euros en el mercado. Aceptó.

La tarde se pasó volando mientras el pintor de desnudos preparaba el plato favorito para el escritor—al fin y al cabo eso se hacía con los condenados a muerte—, y perfilaba todo lo necesario para el asesinato.

A las nueve en punto el timbre de la puerta anunció la llegada del invitado. Los primeros saludos fueron muy tensos por ambas partes, aunque varias copas de jérez hicieron el milagro de soltar la lengua y la confianza.

—La verdad es que todavía no entiendo muy bien a qué se debe esta invitación. Pero la curiosidad, he de reconocerlo, es uno de mis pocos defectos— apuntó el escritor, cómodamente sentado frente a la chimenea, mientras que el pintor de desnudos daba los últimos toques a la mesa.

—Bueno, creo que hemos dejado pasar mucho tiempo y que nuestra enemistad tenía que llegar a su fin. Al fin y al cabo, tú eres el mejor escritor del país en la actualidad, y yo, dicho con toda la humildad, soy un artista reconocido mundialmente. Creo que debemos enterrar el hacha de guerra. Como testimonio de nuestra paz, me gustaría pintarte.

El escritor se levantó del sillón y sonrío irónicamente.

—Soy el mejor escritor y el que más vende, además. Bueno, veamos qué tal va la cena, y hablamos después.

El pintor de desnudos desplegó todas sus habilidades y rodeó a su invitado de todo aquello que sabía era de su agrado: fiambres, ensaladas, carnes, vinos… Al finalizar la cena, la cara de satisfacción del escritor indicaba que todo iba según lo planeado.

—Me gustaría pasar a mi estudio y llevar a cabo esos apuntes de los que te hablé, para realizar tu retrato.

El escritor pareció dudar unos instantes, pero luego se puso en pie, algo vacilante por el alcohol ingerido, y soltando una carcajada, asintió con la cabeza.

Al vino servido en la cena le siguieron varios vasos de wisky escocés de la marca favorita del escritor, que no dejaba de hablar mientras el pintor de desnudos abocetaba en carboncillo su rostro sobre un papel en blanco. Como fondo musical los Nocturnos de Chopin ayudaban a relajar la atmósfera.

Poco a poco, según avanzaba el dibujo, la voz del escritor fue bajando de tono hasta quedar en silencio. El pintor de desnudos se acercó y puso la mano al pecho para comprobar los latidos del corazón, si es que lo tuviera y no hubiera sido sustituido por una piedra carente de sentimientos.

(CONTINUARÁ)

viernes, 17 de agosto de 2018

El pintor de desnudos (3)

(Continuación del relato. Entrada anterior el 10 de agosto 2018).

—¿Desea tomar algo?—una voz le devolvió a la realidad—. Tiene allí una mesa disponible—. La primera intención del pintor de desnudos fue contestar que no, y que le dejara en paz, pero la cara de pocos amigos que mostraba el camarero le llevó a asentir con la cabeza.

Se sentó, después de coger un periódico (para disimular) que estaba a disposición de los clientes,  y pidió un orujo . La mujer seguía leyendo el libro, que de vez en cuando subrayaba con un lápiz, mientras bebía lo que parecía ser una infusión. El pintor de desnudos pensó que tenía que elaborar una estrategia de aproximación... Pero,  ¿cuál?

El murmullo de las distintas conversaciones convertía la sala en un extraño palomar de atmósfera húmeda, caliente y atosigante. De cuando en vez la puerta se abría permitiendo que un chorro de aire frío renovara un poco la densidad interior.

La mujer levantó la cabeza e hizo una especie de barrido por la sala. Por un instante su mirada se cruzó con la del pintor de desnudos, que sintió como se le paraba el corazón, para volver a latir de una manera acelerada. Entonces, como quien se arranca una tirita de un tirón, tomó la decisión y se puso en pie para dirigirse hacia ella.  Pero justo, cuando apenas le faltaban unos pasos, la mujer se levantó sonriendo y alzó la mano llamando la atención de alguien. El pintor de desnudos giró la cabeza. ¡Maldita sea!, pensó, no podía ser otro.

Porque la persona a quien la mujer se dirigía era uno de sus mayores enemigos, un escritor que había ganado el mayor premio literario nacional, académico de la lengua, y con el que había tenido un sonado encontronazo en una tertulia televisiva. Tras de esta, el pintor de desnudos juró que jamás volvería a dirigirle la palabra.

¿Qué hacer? No podía quedarse de nuevo en medio, so pena de que el personal del café, e incluso los clientes, les tomaran por loco. Pero de ninguna manera se acercaría a semejante escoria, a riesgo de llevarse uno de sus proverbiales desplantes, que eran catalogados como ejemplos de inteligencia por sus admiradores, pero que no dejaban de ser más que la muestra de la acidez que emanaba por los poros.

El escritor y la mujer se saludaron con un intenso y profundo beso en los labios. El pintor de desnudos sintió que la sangre se le helaba en las venas porque recordó una noticia que había tenido la oportunidad de leer unos días atrás: la del matrimonio de su archienemigo con su tercera esposa, que no era otra que la que le había aprisionado con su mirada.

Se dirigió a la barra y pagó la consumición. Salió a la calle donde le recibió la noche. Se arrebujó en el abrigo y emprendió el camino hacia su casa a paso rápido, impelido por el frío y la frustración. El deseo de gritar le atenazaba la garganta, pero se contuvo. La desesperación, él lo sabía, no le llevaría a ninguna parte.

Horas después, en la soledad de su estudio, intentó una y otra vez llevar a cabo un boceto de esos ojos que se le habían incrustado como dos flechas en la mente: vano intento. Toda su maestría se estrellaba contra la realidad. No era la perfección anatómica lo que convertía en inigualable esa mirada, sino el alma de la mujer que solo podría captar frente a frente.

Apenas pudo conciliar el sueño. Se le mezclaban las imágenes de unas pupilas de fuego con los insultos y las risas del escritor.  Clareaba el día cuando despertó empapado en sudor, a pesar de que en la calle la temperatura había descendido más allá de cero grados.

Un rato después, frente a una taza de café bien cargada, una idea fue abriéndose camino en su mente. Al principio su pensamiento la rechazó, pero al cabo de unos minutos, en los que la razón fue dejando paso de nuevo a la pasión, esa idea atroz fue tomando cuerpo. Sí, no había otra solución para llevar a cabo su deseo: el escritor debía morir.

(CONTINUARÁ)


viernes, 10 de agosto de 2018

El pintor de desnudos (2)


(Continuación del relato. Entrada anterior el 5 de agosto 2018)

Una tarde de invierno, fría y grisácea como lo son las que acontecen en las grandes ciudades, en donde el vaho de los alientos se confunde con el humo de los automóviles, salió a dar un paseo. Había trabajado toda la mañana en el cuadro encargado por un famoso banquero en el que retrataba a la amante de turno. Uno más para su colección, a la que el pintor de desnudos había contribuido ya con dos obras.

Anduvo perdiendo el tiempo y los pasos por el bulevar durante una hora. Ya regresaba a casa cuando la vio, o, mejor dicho, cuando sus miradas se cruzaron. Nada más se podía atisbar de ella pues su cuerpo estaba cubierto por un grueso abrigo, su cabeza por un gorro de lana y su rostro envuelto en una bufanda. Solo los ojos resplandecían como dos ascuas, oscuras y profundas. 

Ella pasó de largo, indiferente a la impresión que había causado. El pintor de desnudos quedó quieto, como paralizado en medio de la calle durante unos segundos, hasta que la posibilidad de perderla entre el gentío le hizo reaccionar. Aceleró el paso hasta situarse a unos dos metros detrás de ella. Anduvieron una media hora, aparentemente sin destino fijo, recorriendo varias calles hasta que la mujer se detuvo frente a la puerta de un conocido café, punto de reunión de artistas e intelectuales. Pareció dudar unos instantes antes de empujar la puerta, por la que desapareció.

El pintor de desnudos atisbó por el ventanal, algo difícil ya que se encontraba prácticamente opaco por la condensación del interior. Podría haber dejado en ese momento esa especie de absurda aventura, pero algo en su interior se había removido, algo que pensaba estaba muerto hacía mucho tiempo.

Entró. Un golpe de aire caliente cruzó su rostro, a la vez que el aroma a bollería recién hecha y mantequilla le envolvió como una dulce tela de araña. Recorrió de un vistazo las mesas, en donde encontró más de un rostro conocido: el de un crítico, con el que había tenido algún que otro roce porque se vendía al mejor postor en sus reseñas; también vio a dos pintores, que eran pareja tanto en la vida real como en el arte, y que le tachaban de ser comercial, sobre todo porque ellos no vendían tanto com él. Sentada al fondo estaba la mujer. 

Se había despojado del abrigo, de la bufanda y del gorro. Pero a pesar de ello la ropa, un grueso vestido de lana y cuello alto, impedía ver más allá de su rostro, que hubiera sido bastante vulgar de no ser por sus ojos, que en ese momento parecían recorrer las páginas de un libro.

El destino es caprichoso y nos pone en situaciones que, dependiendo de nuestra capacidad de decisión, pueden o no dar un giro a nuestra vida. En este caso el hilo del que pendía la continuación de la historia era, simplemente,  que el pintor de desnudos se atreviera a acercarse a ella y a hablarle.Pero en vez de ello, ahí estaba, como un pasmarote en medio de la sala, ardiendo en deseos de decirle que en ese momento no había nada en el mundo que más ansiara que dibujar su  mirada.

(CONTINUARÁ)

domingo, 5 de agosto de 2018

El pintor de desnudos (1)


Desde que tuvo la posibilidad de sostener un lápiz entre sus manos le interesó el cuerpo humano. Sus cuadernos de dibujo se llenaban de figuras en todas las posiciones, escorzos imposibles, y partes determinadas, como manos o pies. Ya en la escuela de Bellas artes destacó como un virtuoso de la anatomía, cercano a los pintores renacentistas y, sobre todo, empezó a ser considerado un magnífico pintor de desnudos.

Marcado por su habilidad, se dedicó a perfeccionar su arte, convirtiéndose en el mejor de los artistas en este género, aclamado en los cinco continentes. Todo el mundo quería tener un cuadro pintado por él, o un dibujo, o aunque fuera un simple boceto en el que se trazaban las líneas fundamentales del cuerpo femenino.

Sí, femenino, porque sus desnudos siempre se ciñeron a ese género. Nunca pensó en pintar hombres, salvo en aquellas ocasiones en que, por deberes de su aprendizaje, lo tuvo que hacer en la licenciatura. Pero no, no le gustaban los hombres desnudos. Su anatomía, la de él también, no tenía la sinuosidad del cuerpo de las modelos que pasaban por sus ojos. Además, llegando a los genitales viriles, el colgajo se le hacía muy cuesta arriba de bosquejar, tan distinto al suave delta que nacía entre los muslos de las mujeres.

Ganó fama y fortuna, y su apelativo: “el pintor de desnudos”. Actrices, cantantes, damas de la noche y del día quisieron ser retratadas sin más vestido que su propia piel. Sus lápices, sus pinceles delineaban pechos grandes, medianos, turgentes; culos redondos de nalgas prietas; muslos torneados que se cerraban guardando su secreto.

Sus amigos, lo que no se dedicaban al arte, le envidiaban. Gastaban bromas picantes acerca de lo que el pintor disfrutaba mientras llevaba a cabo su tarea. Él sonreía, solo sonreía, melancólicamente. Porque pintor de desnudos era muy infeliz. Su profesionalidad le había obligado a generar una gran resistencia a la contemplación de las curvas de las protagonistas  de sus cuadros, y con el paso del tiempo su deseo se fue atemperando, como el que se empacha de comer todos los días el postre que más le gusta.

No podía negar que tuvo sus escarceos con algunas de sus modelos, sobre todo las que cuando era más joven acudían a la llamada de su fama, o conocía en la inauguración de una exposición. Pero con el tiempo ya no le llamaba la atención y su ojo se centraba en la reproducción de la carne, lo mismo que lo habría hecho con un cántaro o una manzana que formara parte de un bodegón.

(CONTINUARÁ)